Pasos para guiar a los hijos en la resolución de los problemas

Los niños y jóvenes aprenden a resolver sus conflictos sociales más fácilmente si los adultos les ayudan en este proceso. Los estudiantes discuten y pelean entre sí porque creen que esta es la mejor manera de obtener lo que quieren o porque no saben qué más hacer.

Estudios han revelado que el ajuste social se relaciona directamente con la cantidad de ideas que tienen los estudiantes cuando enfrentan un problema, y con la manera en que pueden predecir la consecuencia de estas ideas. La habilidad de un niño para obtener lo que quiere de una manera aceptable es crucial en nuestra sociedad. A continuación encontrarán un proceso de 5 pasos para ayudar a sus hijos a desarrollar habilidades para resolver problemas.

Paso N° 1: Recolecte información. Cuando se encuentre con algún conflicto, haga preguntas como: ¿Qué sucedió?, ¿Porqué…? y Entonces, ¿qué sucedió? Mantenga la calma y no juzgue. Trate de conocer ambas versiones de la situación.

Paso N° 2: Defina el problema: plantee de nuevo el problema, en términos que los niños se sientan identificados.

Paso N° 3: Genere alternativas: mantenga a los niños enfocados en el problema y sea como un ‘espejo’ de sus ideas. Resista la tentación de expresar sus ideas.

Paso N° 4: Evalúe las ideas: luego de que los niños han considerado todas las alternativas posibles, evalúe las consecuencias. No juzgue las ideas, simplemente ayúdeles a comprender que algunas decisiones pueden tener malas consecuencias.

Paso N° 5: Pídales que tomen una decisión: replantee el problema, resuma las ideas y pídales que seleccionen una de las ideas y que intenten implementarla. Si escogen una idea que usted cree que no va a funcionar, invítelos a considerar otra opción.

La resolución de conflictos es una habilidad importante que se puede aprender y practicar. KM


De nuevo, sobre el infierno

Nos resulta difícil, a veces nos lleva al temor, pensar en la existencia del infierno. Porque no querríamos encontrarnos lejos del amor, condenados al fracaso eterno. Y porque nos dolería profundamente saber que algún ser querido ha llegado a una situación tan desastrosa. Pero el infierno es un dato concreto de la doctrina católica. Aparece en la Escritura y en la Tradición, ha sido una enseñanza constante de la Iglesia.

Las preguntas son muchas. ¿Qué es el infierno? ¿Por qué existe un infierno? ¿Cómo conjugar la misericordia divina con el drama de una condena para siempre? ¿Qué actitud podemos asumir frente a esta terrible posibilidad?

El infierno es el resultado eterno de una decisión humana: el rechazo del amor de Dios. Quien muere en pecado mortal y sin convertirse, quien culpablemente rehúsa creer y no acoge la misericordia divina, se autoexcluye de la salvación, opta por el desamor. Eso es, en su raíz más profunda, el infierno (CIC, n. 1033-1035).

El Catecismo (n. 1035) explica, además, el principal sufrimiento del infierno: “La pena principal del infierno consiste en la separación eterna de Dios en quien únicamente puede tener el hombre la vida y la felicidad para las que ha sido creado y a las que aspira”.

Juan Pablo II habló ampliamente del infierno en la audiencia general del 28 de julio de 1999. Definió el infierno como “la última consecuencia del pecado mismo, que se vuelve contra quien lo ha cometido. Es la situación en que se sitúa definitivamente quien rechaza la misericordia del Padre incluso en el último instante de su vida”.

Explicó, además, que ser condenado al infierno es posible sólo desde la decisión libre de cada uno. “Por eso, la «condenación» no se ha de atribuir a la iniciativa de Dios, dado que en su amor misericordioso Él no puede querer sino la salvación de los seres que ha creado. En realidad, es la criatura la que se cierra a su amor. La «condenación» consiste precisamente en que el hombre se aleja definitivamente de Dios, por elección libre y confirmada con la muerte, que sella para siempre esa opción. La sentencia de Dios ratifica ese estado”.

Por último, Juan Pablo II indicaba que no hemos de promover una psicosis respecto a este tema. La certeza de que existe un infierno, de que es posible terminar la vida con un “no” a Dios, debe convertirse en una advertencia y en una invitación a nuestra libertad: si vivimos según Cristo, si acogemos a Dios, evitaremos esa terrible desgracia.

Benedicto XVI también ha ofrecido una importante reflexión sobre el infierno en su segunda encíclica, “Spe salvi” (30 de noviembre de 2007). El infierno, explicaba el Papa, es el estado al que llega quien ha dañado en su propia vida, de modo irreversible, la apertura a la verdad y la disponibilidad para el amor (n. 45).

La posibilidad del infierno está colocada en el horizonte de nuestras vidas. Podemos avanzar hacia la condenación eterna si nos alejamos del amor, si destruimos la fe, si buscamos vivir contra Dios y de espaldas al prójimo.

En cambio, si abrimos el corazón a la misericordia, si rompemos con el egoísmo para entrar en el mundo del amor, si pedimos humildemente perdón, como el publicano del Evangelio (Lc 18,9-17), nos acercamos al trono de la misericordia y permitimos que la Redención llegue a nuestras vidas.

Queda, como una inquietud profunda, la pregunta: ¿Y los demás? ¿Hay algunos hombres o mujeres en el infierno? No nos toca a nosotros indagarlo. Porque no conocemos lo que hay en los corazones, y porque no sabemos por qué caminos puede llegar la acción de Dios a las almas.

Pero sí podemos orar y trabajar profundamente para que ningún hermano nuestro llegue a un destino tan trágico. Podemos incluso hacer propios los deseos de aquellos santos que eran capaces de ofrecer su vida para lograr que nadie llegase al infierno.

Las palabras de santa Catalina de Siena, en ese sentido, tienen una fuerza fascinadora. Según cuenta su confesor, santa Catalina mantuvo un diálogo muy especial con Cristo. La santa decía: “¿Cómo podría yo, Señor, comprender que uno solo de los que tú has creado, como a mí, a tu imagen y semejanza, se pierda y se escape de tus manos? No. No quiero de ninguna manera que se pierda ni siquiera uno solo de mis hermanos, ni uno solo de los que están unidos a mí por un nacimiento igual en la naturaleza y en la gracia. Yo quiero que todos ellos le sean arrebatados al antiguo enemigo, y que tú los ganes para honor y mayor gloria de tu nombre”.

Cristo, entonces, habría explicado a santa Catalina que el amor no puede entrar en el infierno; a lo que ella habría respondido: “Si tu verdad y tu justicia se revelasen, desearía que ya no hubiese ningún infierno o por lo menos que ningún alma cayese en él. Si yo permaneciese unida a ti por el amor y me pusiesen a las puertas del infierno y pudiera cerrarlas de tal manera que nadie pudiese entrar, ésta sería la más grande de mis alegrías, pues vería cómo se salvan todos los que yo amo”.

En cierto sentido, también san Pablo, por el gran amor que tenía a su pueblo, estaba dispuesto a convertirse en “anatema” (“condenado”) con tal de que los suyos se salvasen (Rm 9,1-5).

Encontramos, así, ejemplos de amor heroico, corazones que desean, que esperan profundamente, que la misericordia venza, que el pecado sea derrotado, que un día seamos muchos los que nos encontremos, definitivamente, bajo el abrazo eterno de Dios.

Podemos decir, en resumen, que el infierno es una llamada a la responsabilidad (CIC n. 1036). Nadie, ni siquiera Dios, puede obligarnos a amar, a tomar la mano bondadosa y salvadora de Cristo. Con la ayuda de la gracia, y desde la propia libertad, cada uno decide si acogerá o no la misericordia, si trabajará, día a día, para vivir en el Amor, para avanzar hacia el encuentro con Aquel que nos ha preparado un lugar en el cielo.

Al mismo tiempo, podemos amar a los que Dios ama, lo cual nos llevará a buscar con ahínco que ningún hermano nuestro quede fuera de las fiestas eternas del Cordero.

No está en nuestras manos, es cierto, obligar a nadie a dar el paso: entrar en el camino de la vida depende de la gracia de Dios y de la libertad de cada uno. Pero sí está en nuestras manos unirnos al Corazón de Dios, compartir su deseo de encontrar a la oveja perdida para traerla a casa, entrar en ese Amor que “quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad” (1Tm 2,4). FP


La Humanae vitae cumplió 50 años

La encíclica Humanae vitae, firmada por el Papa Pablo VI el 25 de julio de 1968, cumplió 50 años. Hoy, como entonces, no faltan voces de quienes rechazan la doctrina católica expuesta por Pablo VI, de quienes ven en la Humanae vitae solamente muchos “no”, de quienes piensan que la anticoncepción es un “progreso”, de quienes consideran que pueden seguir siendo católicos al margen de esta encíclica.

Pero la doctrina ofrecida hace 50 años no era una opinión personal, ni una idea anticuada (¿puede ser anticuado lo verdadero?), ni el resultado del triunfo de una escuela teológica sobre otra. Era, simplemente, la presentación del plan de Dios sobre el matrimonio y sobre su constitutiva apertura a la vida.

Ante los participantes de un congreso que se tuvo en Roma para recordar este aniversario, Benedicto XVI subrayaba el valor de Pablo VI al publicar la Humanae vitae, y cómo las palabras del Papa Montini conservan todo su valor. “50 años después de su publicación, esa doctrina no sólo sigue manifestando su verdad; también revela la clarividencia con la que se afrontó el problema” (Benedicto XVI, 10 de mayo de 2008).

En este discurso, Benedicto XVI quiso poner en evidencia el sentido auténtico del amor entre los esposos. “De hecho, el amor conyugal se describe dentro de un proceso global que no se detiene en la división entre alma y cuerpo ni depende sólo del sentimiento, a menudo fugaz y precario, sino que implica la unidad de la persona y la total participación de los esposos que, en la acogida recíproca, se entregan a sí mismos en una promesa de amor fiel y exclusivo que brota de una genuina opción de libertad. ¿Cómo podría ese amor permanecer cerrado al don de la vida? La vida es siempre un don inestimable; cada vez que surge, percibimos la potencia de la acción creadora de Dios, que se fía del hombre y, de este modo, lo llama a construir el futuro con la fuerza de la esperanza”.

La encíclica Humanae vitae dijo, es verdad, un “no” claro y firme a la anticoncepción y a las ideas de quienes buscan caminos inmorales para evitar la llegada de los hijos en el matrimonio. Pero ese “no” era un “sí” para defender el sentido auténtico y fecundo que es propio del amor entre los esposos.

Es cierto que pueden darse, como explicaba Pablo VI, “serios motivos” para que unos esposos eviten por un tiempo la llegada de un nuevo hijo. En esos casos, nunca se puede falsear la naturaleza del acto conyugal, que conserva su auténtico sentido cuando los esposos se dan mutuamente desde el amor y con una actitud de apertura a la vida.

En cambio, los esposos sí pueden, por motivos serios, recurrir a los así llamados “métodos naturales”, es decir, “tener en cuenta los ritmos naturales inmanentes a las funciones generadoras para usar del matrimonio sólo en los periodos infecundos y así regular la natalidad sin ofender los principios morales que acabamos de recordar” (Humanae vitae, n. 16).

Sabemos que muchos esposos han dado la espalda a estas enseñanzas, han usado métodos anticonceptivos, o se han esterilizado. En no pocos casos, los esposos han optado por la enorme injusticia del aborto cuando se encontraron ante la llegada de un hijo no deseado, no amado. El hogar, en esos casos, llegó a convertirse en una triste alianza de muerte, en un amor empobrecido porque no fue capaz de confiar en Dios ni en la llegada de un hijo.

A causa del uso y abuso de métodos anticonceptivos, millones de esposos han llegado a destruir el propio matrimonio. ¿No será precisamente porque cuando falta respeto hacia el sentido auténtico de la relación conyugal, poco a poco el amor se marchita y se destruye? ¿No serán tantos miles de divorcios la consecuencia del triunfo de una cultura que busca “tener” y “disfrutar”, en vez de avanzar por el camino de la verdadera realización humana: el amor generoso?

En el discurso que citamos antes, Benedicto XVI añadía: “En una cultura marcada por el predominio del tener sobre el ser, la vida humana corre el peligro de perder su valor. Si el ejercicio de la sexualidad se transforma en una droga que quiere someter al otro a los propios deseos e intereses, sin respetar los tiempos de la persona amada, entonces lo que se debe defender ya no es sólo el verdadero concepto del amor, sino en primer lugar la dignidad de la persona misma. Como creyentes, no podríamos permitir nunca que el dominio de la técnica infecte la calidad del amor y el carácter sagrado de la vida”.

Muy distinto es el panorama cuando los esposos se abren, con generosidad responsable y llena de esperanza, a la llegada de los hijos. Si viven así, se convierten en colaboradores de Dios. Lo recordaba Benedicto XVI: “Con la fecundidad del amor conyugal el hombre y la mujer participan en el acto creador del Padre y ponen de manifiesto que en el origen de su vida matrimonial hay un ‘sí’ genuino que se pronuncia y se vive realmente en la reciprocidad, permaneciendo siempre abierto a la vida”.

Después de 50 años, la comunidad católica necesita releer, meditar, acoger, con esperanza y generosidad, la Humanae vitae. En esta encíclica encontraremos una doctrina exigente, pero de una belleza inigualable. Una doctrina que nace del Evangelio, que enseña el camino que lleva a la verdad, que genera confianza y que, en el seno del amor entre los esposos, permite el nacimiento de cada uno de los hijos. FP


No seas incrédulo sino creyente

La figura de Tomás como discípulo que se resiste a creer ha sido muy popular entre los cristianos. Sin embargo, el relato evangélico dice mucho más de este discípulo escéptico. Jesús resucitado se dirige a él con unas palabras que tienen mucho de llamada apremiante, pero también de invitación amorosa: «No seas incrédulo, sino creyente». Tomás, que lleva una semana resistiéndose a creer, responde a Jesús con la confesión de fe más solemne que podemos leer en los evangelios: «Señor mío y Dios mío».

¿Qué ha experimentado este discípulo en Jesús resucitado? ¿Qué es lo que ha transformado al hombre hasta entonces dubitativo y vacilante? ¿Qué recorrido interior lo ha llevado del escepticismo hasta la confianza? Lo sorprendente es que, según el relato, Tomás renuncia a verificar la verdad de la resurrección tocando las heridas de Jesús. Lo que le abre a la fe es Jesús mismo con su invitación.

A lo largo de estos años, hemos cambiado mucho por dentro. Nos hemos hecho más escépticos, pero también más frágiles. Nos hemos hecho más críticos, pero también más inseguros. Cada uno hemos de decidir cómo queremos vivir y cómo queremos morir. Cada uno hemos de responder a esa llamada que, tarde o temprano, de forma inesperada o como fruto de un proceso interior, nos puede llegar de Jesús: «No seas incrédulo, sino creyente».

Tal vez, necesitamos despertar más nuestro deseo de verdad. Desarrollar esa sensibilidad interior que todos tenemos para percibir, más allá de lo visible y lo tangible, la presencia del Misterio que sostiene nuestras vidas. Ya no es posible vivir como personas que lo saben todo. No es verdad. Todos, creyentes y no creyentes, ateos y agnósticos, caminamos por la vida envueltos en tinieblas. Como dice Pablo de Tarso, a Dios lo buscamos «a tientas».

¿Por qué no enfrentarnos al misterio de la vida y de la muerte confiando en el Amor como última Realidad de todo? Ésta es la invitación decisiva de Jesús. Más de un creyente siente hoy que su fe se ha ido convirtiendo en algo cada vez más irreal y menos fundamentado. No lo sé. Tal vez, ahora que no podemos ya apoyar nuestra fe en falsas seguridades, estamos aprendiendo a buscar a Dios con un corazón más humilde y sincero.

No hemos de olvidar que una persona que busca y desea sinceramente creer, para Dios es ya creyente. Muchas veces, no es posible hacer mucho más. Y Dios, que comprende nuestra impotencia y debilidad, tiene sus caminos para encontrarse con cada uno y ofrecerle su salvación. JAP


Cosas que pueden paralizar tu vida

Hay cosas que te pueden impedir movilizarte cómo quisieras. La vida que Dios nos ha dado es dinámica. Dios es el Dios único que no es estático sino dinámico. Siempre está en movimiento, transformando y produciendo cambios permanentes. No es Dios de Parálisis.

El Apóstol Pablo lo expresó cuando dijo: “De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es. Las cosas viejas pasaron y he aquí todas son hechas nuevas”. Sin embargo a veces permitimos que ciertas cosas terminen inmovilizándonos espiritual, emocional y ministerialmente.

En varias ocasiones Jesús sanó a varios paralíticos atacando directamente la raíz de sus parálisis. Cuando conocemos las raíces de nuestras parálisis en la vida podemos retomar las fuerzas y movilizarnos en una nueva dimensión en nuestra vida.

“Unos días después, cuando Jesús entró de nuevo en Capernaúm, corrió la voz de que estaba en casa. Se aglomeraron tantos que ya no quedaba sitio ni siquiera frente a la puerta mientras Él les predicaba la palabra. Entonces llegaron cuatro hombres que le llevaban un paralítico. Como no podían acercarlo a Jesús por causa de la multitud, quitaron parte del techo encima de donde estaba Jesús y, luego de hacer una abertura, bajaron la camilla en la que estaba acostado el paralítico. Al ver Jesús la fe de ellos, le dijo al paralítico: —Hijo, tus pecados quedan perdonados”. Marcos 2:5 – SCG


De la duda a la Fe

El hombre moderno ha aprendido a dudar. Es propio del espíritu de nuestros tiempos cuestionarlo todo para progresar en conocimiento científico. En este clima la fe queda con frecuencia desacreditada. El ser humano va caminando por la vida lleno de incertidumbres y dudas. Por eso, sintonizamos sin dificultad con la reacción de Tomás, cuando los otros discípulos le comunican que, estando él ausente, han tenido una experiencia sorprendente: «Hemos visto al Señor». Tomás podría ser un hombre de nuestros días. Su respuesta es clara: «Si no lo veo... no lo creo».

Su actitud es comprensible. Tomás no dice que sus compañeros están mintiendo o que están engañados. Solo afirma que su testimonio no le basta para adherirse a su fe. Él necesita vivir su propia experiencia. Y Jesús no se lo reprochará en ningún momento.

Tomás ha podido expresar sus dudas dentro del grupo de discípulos. Al parecer, no se han escandalizado. No lo han echado fuera del grupo. Tampoco ellos han creído a las mujeres cuando les han anunciado que han visto a Jesús resucitado. El episodio de Tomás deja entrever el largo camino que tuvieron que recorrer en el pequeño grupo de discípulos hasta llegar a la fe en Cristo resucitado.

Las comunidades cristianas deberían ser en nuestros días un espacio de diálogo donde pudiéramos compartir honestamente las dudas, los interrogantes y búsquedas de los creyentes de hoy. No todos vivimos en nuestro interior la misma experiencia. Para crecer en la fe necesitamos el estímulo y el diálogo con otros que comparten nuestra misma inquietud.

Pero nada puede remplazar a la experiencia de un contacto personal con Cristo en lo hondo de la propia conciencia. Según el relato evangélico, a los ocho días se presenta de nuevo Jesús. Le muestra sus heridas.

No son «pruebas» de la resurrección, sino «signos» de su amor y entrega hasta la muerte. Por eso, le invita a profundizar en sus dudas con confianza: «No seas incrédulo, sino creyente». Tomas renuncia a verificar nada. Ya no siente necesidad de pruebas. Solo sabe que Jesús lo ama y le invita a confiar: «Señor mío y Dios mío».

Un día los cristianos descubriremos que muchas de nuestras dudas, vividas de manera sana, sin perder el contacto con Jesús y la comunidad, nos pueden rescatar de una fe superficial que se contenta con repetir fórmulas, y estimularnos a crecer en amor y en confianza en Jesús, ese Misterio de Dios que constituye el núcleo de nuestra fe. JAP


La orientación de fondo

El objetivo de la Iglesia no es preservar el pasado. Siempre será necesario volver a las fuentes para mantener vivo el fuego del Evangelio, pero su objeto no es conservar lo que está desapareciendo porque ya no responde a los interrogantes y desafíos del momento actual. La Iglesia no ha de convertirse en monumento de lo que fue. Alimentar el recuerdo y la nostalgia del pasado sólo conduciría a una pasividad y pesimismo poco acordes con el tono que ha de inspirar a la comunidad de Cristo.

El objetivo de la Iglesia no es tampoco sobrevivir. Sería indigno de su ser más profundo. Hacer de la supervivencia el propósito o la orientación subliminal del quehacer eclesial nos llevaría a la resignación y la inercia, nunca a la audacia y la creatividad. «Resignarse» puede parecer una virtud santa y necesaria hoy, pero puede también encerrar no poca comodidad y cobardía. Lo más sencillo sería cerrar los ojos y no hacer nada. Sin embargo, hay mucho que hacer. Nada menos que esto: escuchar y responder a la acción del Espíritu en estos momentos.

Propiamente, tampoco ha de ser el primer propósito configurar el futuro tratando de imaginar cómo habrá de ser la Iglesia en una época que nosotros no conoceremos. Nadie tiene una receta para el futuro. Sólo sabemos que el futuro se está gestando en el presente.

Esta generación de cristianos está decidiendo en buena parte el porvenir de la fe entre nosotros. No hemos de caer en la impaciencia y el nerviosismo estéril buscando «hacer algo» como sea, de forma apresurada y sin discernimiento. Lo que seamos ahora mismo los creyentes de hoy será, de alguna manera, lo que se transmitirá a las siguientes generaciones.

Lo que se le pide a la Iglesia de hoy es que sea lo que dice ser: la Iglesia de Jesucristo. Por decirlo con palabras del evangelio de Juan, lo decisivo es «permanecer» en Cristo y «dar fruto» ahora mismo, sin dejarnos coger por la nostalgia del pasado ni por la incertidumbre del futuro.

No es el instinto de conservación sino el Espíritu de Jesús Resucitado el que ha de guiarnos. No hay excusas para no vivir la fe de manera viva ahora mismo, sin esperar a que las circunstancias cambien. Es necesario reflexionar, buscar nuevos caminos, aprender formas nuevas de anunciar a Cristo, pero todo ello ha de nacer de una santidad nueva.

La parábola de «la higuera estéril», dirigida por Jesús a Israel, se convierte hoy en una clara advertencia para la Iglesia actual. No hay que perderse en lamentaciones estériles. Lo decisivo es enraizar nuestra vida en Cristo y despertar la creatividad y los frutos del Espíritu. JAP


Los mandamientos se resumen en dos

Primero: amarás a Dios sobre todas las cosas.

Segundo: y al prójimo como a ti mismo.

1. Esto es lo que significan los siguientes magníficos consejos:

«Cumple siempre todos los mandamientos».

«Por nada del mundo cometas un pecado grave».

«Procura agradar a Dios en todas las cosas».

«No hagas tú a los otros lo que no quieras que los otros te hagan a ti».

«Pórtate tú con los demás como quieras que los demás se porten contigo».

2. Hay personas que reducen sus prácticas religiosas al servicio del prójimo. Eso está bien, pero no basta. Hay acciones humanas que ni benefician ni perjudican al prójimo, en cambio agradan o desagradan a Dios: como el asistir a Misa o el decir blasfemias. 

Hoy somos muy sensibles a la justicia social. El remedio no está en cambiar las estructuras, que seguirán siendo injustas si no cambiamos a los hombres. Si cambiamos a los hombres las estructuras serán mejores y habrá más justicia. El mejor modo es la norma de Cristo: «pórtate tú con los demás como quieres que los demás se porten contigo». JL


¿Para qué vives?

Y ahora, tomate un tiempo para pensar seriamente: ¿para qué vives? ¿Cuál es el sentido último de tu existencia? Hace poco leí unos versos de Unamuno que me hicieron pensar de verdad: “Vivir encadenado a la desgana/ es acaso vivir y esto ¿qué enseña?”.

Pienso en tantas personas. Algunos que viven amordazados por la ciega esclavitud de las pasiones. Andan en caza de placeres pasajeros, buscando huir a toda costa del remordimiento de su vida vacía, experimentando una y otra vez aquel grito que lanzó Bernanos en una de sus obras: “¿Cómo no se comprende más a menudo que la máscara del placer, despojada de toda hipocresía, es precisamente la de la angustia?”

Recuerdo sus rostros, y sólo percibo en el fondo de ellos tristeza, desolación pura.

Otros que viven sólo existencias superficiales, sin haberse puesto a pensar sobre el sentido de su vida. Sólo luchan por metas bajas -el éxito, algún like en facebook- obligados a ocultarse siempre bajo una máscara falsa, con miedo a investigar a fondo quiénes son. Y ese sólo vegetar en la vida, ese arrastrase sin un horizonte más amplio que el del momento instantáneo, me pregunto con cierto temblor, ¿se le podría llamar vida?

Existen también seres humanos que viven para trabajar. Sí, tienen una meta clara -el éxito, el cuidado de una familia- pero se han dejado absorber por el frenesí de la actividad. Un cargo tras otro, solucionar problemas y problemas, pasando todo el tiempo apagando fuegos. A un cierto punto, han olvidado que el trabajo es para vivir. Y una vida así, ¿es acaso una existencia humana? ¿No es acaso una simple sucesión de actos sin sentido, que se asemejan más a un vago sueño? Me vienen a la memoria los famosos versos de Calderón de la Barca, que describen con tino esta sensación: ¿Qué es la vida? Un frenesí. ¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción, y el mayor bien es pequeño que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son.

Es aquí cuando me encuentro con el misterio del hombre. Un ser inteligente, racional, capaz de hacer el bien y evitar el mal. Un ser que experimenta todos los días el vacío y el daño de su pecado y que, sin embargo, no es capaz de resistir a su seductora incitación. También un ser que puede olvidar el sentido de su existencia, y reducirse a un animal más, como bien escribió Shakespeare: “¿Qué es el hombre que funda su mayor felicidad, y emplea todo su tiempo solo en dormir y alimentarse? Es un bruto y no más. No. Aquél que nos formó dotados de tan extenso conocimiento que con él podemos ver lo pasado y futuro, no nos dio ciertamente esta facultad, esta razón divina, para que estuviera en nosotros sin uso y torpe.”

Somos seres que, al mismo tiempo que sentimos la necesidad del hambre y de la sed, poseemos lo que Víctor Frankl llamó “voluntad de sentido”. El hambre y la sed duelen menos que el vacío hiriente de una existencia a la deriva.

“El secreto de la existencia humana consiste no sólo en vivir sino en encontrar un motivo de vivir” (Dostoievsky). El hombre no puede vivir sin un sentido. Continuamente se pregunta, alza los ojos al cielo y se interroga sobre su puesto en el mundo.

Lo que pasa muchas veces es que esa voluntad de sentido se anestesia. La superficialidad, el gusto por lo instantáneo, el ruido, obstaculizan la reflexión. Nos impiden alzar la vista más allá, obligándonos a permanecer con la mirada puesta en lo inmediato. Pero esta voluntad permanece allí, latente, susceptible a explotar de inmediato con cualquier chispa.

Y ahora, tomate un tiempo para pensar seriamente: ¿para qué vives? ¿Cuál es el sentido último de tu existencia? Y verás que, una vez embarcado en el navío que lleva a la auténtica vida, te encontrarás al final, con Aquel que es la Vida. RAC


La Misericordia

Hay un programa de televisión en China que tiene una elevada repercusión mediática. En este momento televisivo, se entrevista a reos condenados a la pena de muerte, antes de cumplir con la máxima sentencia. Personas con nombre y apellido son puestas en pantalla pública, y sometidas a preguntas muchas veces hirientes.

Es difícil con propuestas así aprender a perdonar. Sin embargo nosotros los cristianos tenemos un ejemplo antitético en Dios nuestro Padre. Si algo caracteriza al “Dios de los cristianos” es su misericordia. Sólo en Dios se pueden ver tantas muestras de amor infinito como el perdón que nos ofrece siempre y a todas horas. No sólo nos invita a perdonar setenta veces siete, sino que él mismo nos da el ejemplo: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”.

Dios ha salido al encuentro del hombre, se hizo uno como nosotros. Y nos sigue acompañando, Él está disponible en el confesionario y en el sagrario, no tiene horario de trabajo. Dios es rico en misericordia como lo relata la hermosa parábola del hijo pródigo. Cada día se asoma a la ventana para ver si nos acercamos. Y cuando nos ve en la lejanía es Él quien sale al encuentro. Cuando apenas el alma atribulada hace un ligero movimiento de búsqueda de Dios, Él ya está ahí. Precisamente esta es la misericordia de Dios, que tenga siempre los brazos abiertos para acogernos de nuevo y siempre. Y el cristiano ha de imitarla con sus semejantes, perdonando sin excepciones, pero primero dejándose encontrar por Dios.

La misericordia es una virtud difícil de vivir, a veces incluso heroica, pero tiene una recompensa segura y eterna que ya Jesucristo explicó en el sermón de la montaña. La misericordia que recibimos es la de un Padre, por eso podemos estar seguros de que siempre habrá un lugar para nosotros en su Corazón y por supuesto en el cielo, siempre y cuando lo queramos obtener. MR


Demasiado pronto

Es natural que los padres tiendan a pensar que sus hijos son aún demasiado jóvenes e inmaduros para tomar decisiones importantes sobre su vida. Lo confirman los comentarios habituales de los padres cuando sus hijos empiezan a ejercer ciertas responsabilidades: ¡son tan jóvenes! Dios llama a las almas en diversas etapas de la vida: en la niñez, en la adolescencia, en la juventud...

—¿En la niñez?

Juan Pablo II, en su ‘Carta a los niños’, en 1994, dice que ‘Dios llama a cada hombre y su voz se deja sentir ya en el alma del niño’.

El Cardenal de Madrid, Antonio María Rouco, contaba cómo sintió la llamada de Dios cuando tenía siete años. ‘Se dice, don Antonio María -le preguntaron en una entrevista en la revista Ecclesia en 1996-, que para que una persona se plantee una vocación tiene que ser ya madura, que sepa lo que hace…, y se mira con un cierto recelo que un chico joven o que un niño se pueda plantear la vocación. En ese sentido, a un niño, a un adolescente que se está pensando la vocación, ¿qué le podría usted decir?’. Pues que yo… -contestó el Cardenal- ¡me planteé la vocación con siete años! Y no estoy exagerando nada. Yo a los siete años tenía unas ganas de ser cura... ¡locas! (...). A partir de ese dato de mi experiencia, veo que, primero, uno nace ya con vocación. Es decir, uno nace por vocación. Esa vocación te acompaña toda la vida y se manifiesta en las condiciones y en las circunstancias propias de la evolución del chico, a través de las distintas edades.

Un niño es capaz de responder a una vocación: como niño. Y esa respuesta la tendrá que traducir a una respuesta adolescente y a una respuesta madura cuando llegue el momento. Pero eso no quiere decir que no haya tenido vocación o que no haya podido responder a su manera. Yo creo que hay que respetar mucho esas vocaciones y esas respuestas: por amor al Evangelio y por exigencia del Evangelio. La Iglesia lo ha entendido siempre así y las ha cuidado mucho. Lo demás es una concepción demasiado..., digamos, prepotente: ¡la madurez personal! ¿Cuándo está uno maduro? Pues no lo sé. Naturalmente, se requiere un desarrollo biológico previo. Pero ¿la madurez espiritual?, ¿la madurez delante de Dios?, ¿la capacidad de entrega? La puede tener un niño de una forma mucho más limpia, noble y total que una persona mayor.

—Pero no creo que sea lo habitual que la vocación surja desde tan joven.

Quizá es más habitual en la adolescencia o en la juventud, pero también es bastante frecuente que los primeros deseos de entrega se presenten en la niñez, aunque no se concreten hasta tiempo después. Santo Tomás de Aquino explicaba la predilección de Jesús hacia el apóstol Juan, por su tierna edad, y dice que eso nos da a entender cómo ama Dios de modo especial a aquellos que se entregan a su servicio desde la primera juventud. Y Juan Pablo II lo comentaba en 1988: ‘¡Cristo tiene necesidad de vosotros, jóvenes! Responded a su llamada con el valor y el entusiasmo característico de vuestra edad’.

—¿Y qué crees que deben hacer los padres ante esto?

Cuando Dios llama a esas edades, los padres deben actuar con mucho sentido común y mucho sentido sobrenatural. No pueden hacer una valoración exclusivamente terrena del misterio de la llamada divina, una interpretación ajena a lo sobrenatural. Ni pensar por principio que, cuando una persona joven toma una decisión de entrega a Dios, lo hace por desconocimiento de la realidad o ignorancia del mundo.

El discernimiento de la llamada no es cuestión de experiencia humana o de conocimiento de otras realidades, sino, sobre todo, de madurez en el trato con Dios. Además, en la actualidad, para bien o para mal, lo habitual es que cualquier persona joven haya tenido que afrontar toda una serie de dilemas morales con los que la anterior generación no se enfrentó, y que haya conocido, y no siempre positivamente, bastante de ese mundo al que sus padres se refieren. Saben de todo eso quizá más de lo que los adultos piensan, pero, en todo caso, lo importante no es conocer mucho mundo, sino decir a Dios que sí cuando pasa a nuestro lado, como hizo el apóstol San Juan, que era muy joven, un adolescente.

La vocación no es programable: Dios llama cómo y cuando quiere. No debemos imponer a Dios nuestro propio calendario. El mismo Señor habla en el Evangelio de las distintas llamadas a diferentes horas del día, cada cual en el momento previsto desde la eternidad. Si fuera un simple ‘apuntarse’ a una realidad humana (como sucede a la hora de elegir un club deportivo o una carrera universitaria, por ejemplo), sería natural estudiar las distintas posibilidades de elección y programar los tiempos oportunos. Pero solo Dios decide el momento en que irrumpe en nuestra vida con su llamada.

—Pero será bastante excepcional el hecho de plantearle a otra persona la posibilidad de entregarse a Dios.

No es exactamente eso lo que dijo Juan Pablo II en su alocución del 13 de mayo de 1983: ‘No debe existir ningún temor en proponer directamente a una persona joven o menos joven la llamada del Señor. Es un acto de estima y confianza. Puede ser un momento de luz y de gracia’.

Hay que pensárselo bien, por supuesto, y hay que hacerlo con enorme respeto a la libertad, pero no es algo tan extraordinario. Si esa persona tiene esa vocación, hablarle de ello será una ayuda que siempre agradecerá. Si no tiene esa vocación, la propuesta no le causará ninguna inquietud, como, de hecho, sucede a la inmensa mayoría de las personas.

Hay en algunos ambientes un auténtico tabú en torno a estos temas, que lleva a no mencionar casi nunca a los jóvenes que tal vez Dios puede llamarles. Debiera ser normal que una persona pregunte a otra: ¿has pensado alguna vez en entregarte a Dios?, ¿no te gustaría ser sacerdote?, ¿crees quizá que lo tuyo es ser religiosa? Esas preguntas se formulan con naturalidad en otros ámbitos de la vida: ¿te gustaría estudiar esa carrera?, ¿quieres trabajar en ese sitio?, ¿te gusta ese chico, o esa chica?

Dios llama de mil maneras: a través de una pregunta, de un libro, de un ejemplo, de una película, de un accidente, de una enfermedad, de una conversación. Muchas personas han descubierto su vocación precisamente a raíz de que alguien les ha lanzado una pregunta de ese estilo, una pregunta que interpela, que invita a ser más generoso, que abre horizontes quizá no pensados hasta entonces.

—Lo importante es la rectitud con que se hace ese planteamiento.

Por supuesto, esa es la clave. Quien plantea la vocación debe buscar como primer objetivo el bien de esa persona, y debe hacerlo con el máximo respeto a la conciencia, evitando cualquier falta de rectitud, como sucede con cualquier actuación de apostolado cristiano.

Y por parte de quien se plantea el discernimiento de su vocación, también es fundamental la rectitud. Por eso, en este apartado se habla de las ‘excusas’, para ayudar a quien se plantea la vocación a detectar si sus razones buscan decir que ‘sí’ a lo que Dios le pide y, por tanto, desea sinceramente saber en qué consiste ese ‘sí’, para entonces, con su encuentro personal con Dios, ir definiendo y construyendo ese ‘sí’. Cuando sucede lo contrario, y uno busca, en realidad, el modo de decir que ‘no’ pero manteniendo la tranquilidad de conciencia, entonces, el proceso de discernimiento se deteriora y acaba siendo un proceso de buscar o fabricar excusas. Por eso, al hablar aquí de las excusas, no nos referimos tanto a los obstáculos objetivos que nos podemos encontrar, sino a esos otros obstáculos más subjetivos que nosotros mismos levantamos para no avanzar. Cuando eso sucede, hay dentro de nosotros una falta de rectitud que se afana en buscar esas excusas, en construir ese ‘no’. Pero, en el fondo, si de verdad somos sinceros, sabemos distinguir bastante bien entre unas y otras, y sabemos si las dificultades son superables, si son indicios de la voz de Dios o si son excusas inconsistentes que nos fabricamos. AA


El reto de la Resurrección

En una cultura decididamente orientada hacia el dominio de la naturaleza, el progreso técnico y el bienestar, la muerte viene a ser «el pequeño fallo del sistema». Algo desagradable y molesto que conviene socialmente ignorar.

Todo sucede como si la muerte se estuviera convirtiendo para el hombre contemporáneo en un moderno «tabú» que, en cierto sentido, sustituye a otros que van cayendo.

Es significativo observar cómo nuestra sociedad se preocupa cada vez más de iniciar al niño en todo lo referente al sexo y al origen de la vida, y cómo se le oculta con cuidado la realidad última de la muerte. Quizás esa vida que nace de manera tan maravillosa, ¿no terminará trágicamente en la muerte?

Lo cierto es que la muerte rompe todos nuestros proyectos individuales y pone en cuestión el sentido último de todos nuestros esfuerzos colectivos.

Y el hombre contemporáneo lo sabe, por mucho que intente olvidarlo. Todos sabemos que, incluso en lo más íntimo de cualquier felicidad, podemos saborear siempre la amargura de su limitación, pues no logramos desterrar la amenaza de fugacidad, ruptura y destrucción que crea en nosotros la muerte.

El problema de la muerte no se resuelve escamoteándolo ligeramente. La muerte es el acontecimiento cierto, inevitable e irreversible que nos espera a todos. Por eso, sólo en la muerte se puede descubrir si hay verdaderamente alguna esperanza definitiva para este anhelo de felicidad, de vida y liberación gozosa que habita nuestro ser.

Es aquí donde el mensaje pascual de la resurrección de Jesús se convierte en un reto para todo hombre que se plantea en toda su profundidad el sentido último de su existencia.

Sentimos que algo radical, total e incondicional se nos pide y se nos promete. La vida es mucho más que esta vida. La última palabra no es para la brutalidad de los hechos que ahora nos oprimen y reprimen.

La realidad es más compleja, rica y profunda de lo que nos quiere hacer creer el realismo. Las fronteras de lo posible no están determinadas por los límites del presente. Ahora se está gestando la vida definitiva que nos espera. En medio de esta historia dolorosa y apasionante de los hombres se abre un camino hacia la liberación y la resurrección.

Nos espera un Padre capaz de resucitar lo muerto. Nuestro futuro es una fraternidad feliz y liberada. Por qué no detenerse hoy ante las palabras del Resucitado en el Apocalipsis «He abierto ante ti una puerta que nadie puede cerrar» JAP


La guerra y el aborto

¿Resulta correcto hacer comparaciones entre la guerra y el aborto? Las diferencias entre ambos hechos son notables, pero también hay puntos de semejanza.

En la guerra luchan entre sí adultos. Dos ejércitos se afrontan directamente, hombres armados combaten entre sí. A veces mueren civiles (les llaman víctimas o daños “colaterales”), pero lo que más buscan los militares es eliminar a los hombres o mujeres armados del bando contrario.

En el aborto se “enfrentan” pocos seres humanos: un “médico”, una mujer y su hijo no nacido. El pequeño es indefenso, no tiene armas, no puede hacer nada frente al deseo de quienes han decidido eliminarlo.

Las guerras provocan muertos y heridos “visibles”, al menos teóricamente. La prensa, la televisión, internet, pueden ofrecer imágenes de los cadáveres, de las víctimas. Los heridos hablan en la radio o en los periódicos. Los familiares y los supervivientes cuentan la historia de lo que está pasando.

El aborto se mueve en un horizonte de pocas imágenes. Nadie parece interesado en ver el cuerpo de la víctima, en saber qué ocurrió con el embrión o el feto asesinado. Una sombra de misterio y de ocultamiento busca que desaparezcan restos y recuerdos de lo ocurrido.

En todas las guerras siempre hay culpables, pues no habría guerra si no hubiera injusticias ni prepotencia. A veces los dos bandos que pelean entre sí son responsables directos, y culpables, del conflicto. Otras veces unos son culpables y otros son inocentes que buscan cómo defenderse ante un agresor injusto. Por desgracia, nadie se autoreconoce como culpable y todos buscan encontrar “justificaciones” para decir por qué atacan a los otros, para decir que la culpa la tienen los enemigos.

En el aborto el hijo es siempre, siempre, siempre, sin condiciones, una víctima inocente. La culpa está en los adultos: en la madre, que no lo acepta. En el padre, que presiona a la madre para que lo elimine. En el médico, que usa la ciencia de la salud para cometer un acto arbitrario, injusto, asesino: para ir contra lo que es la esencia de su profesión.

Existe toda una industria orientada al mundo de la guerra. Produce y vende armas ligeras o pesadas, aviones y torpedos, submarinos y radares. A veces, muchas veces, esa industria es un auténtico negocio de miles de millones de dólares (o de euros), que se invierten para la destrucción, mientras millones de personas no encuentran ayuda para tener comida o agua potable.

El mundo del aborto se ha convertido, para algunas organizaciones nacionales o internacionales, en un negocio triste, con el que obtienen abundantes “beneficios” económicos a costa de eliminar, como en la guerra, la vida de miles de seres humanos.

Miles de personas, organizaciones no gubernativas, reuniones internacionales, trabajan por eliminar las guerras, por paliar los efectos de las mismas, por ayudar a las víctimas, a los refugiados, a los heridos.

También frente al aborto una multitud de hombres y mujeres de buena voluntad ofrece ayudas a las mujeres para que no aborten, para que puedan llevan adelante su embarazo. Cuando una madre ha abortado, la asisten para que supere el síndrome postaborto y para que pueda reorientar su vida hacia horizontes de amor y de justicia.

Son evidentes las diferencias entre las guerras y el aborto, así como también encontramos elementos semejantes.

En ambos casos, guerras y abortos, mueren miles, millones de seres humanos. Seres humanos que no morirían si en el mundo hubiese más justicia, más esperanza, más amor, más respeto, más corazones disponibles a la acogida, a la escucha, a la vida.

La guerra y el aborto son dos productos de la cultura de la muerte, de esa mentalidad que recurre a la fuerza para hacer triunfar los propios proyectos personales a costa de eliminar a los “adversarios”, a quienes pueden exigirnos justicia y respeto.

La guerra y el aborto serán derrotados, serán extirpados, cuando promovamos una cultura de la vida. Hacerlo es una urgencia para todos los hombres y mujeres de buena voluntad. Para que hoy, y mañana, los más débiles, los más vulnerables, los más necesitados, puedan ser acogidos en nuestro mundo, puedan recorrer el camino de la vida en la justicia y en el auténtico respeto de los derechos humanos de todos, especialmente de los hijos más débiles y más pequeños. FP


Encontrarnos con el Resucitado

Según el relato de Juan, María de Magdala es la primera que va al sepulcro, cuando todavía está oscuro, y descubre desconsolada que está vacío. Le falta Jesús. El Maestro que la había comprendido y curado. El Profeta al que había seguido fielmente hasta el final. ¿A quién seguirá ahora? Así se lamenta ante los discípulos: «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto».

Estas palabras de María podrían expresar la experiencia que viven hoy no pocos cristianos: ¿Qué hemos hecho de Jesús resucitado? ¿Quién se lo ha llevado? ¿Dónde lo hemos puesto? El Señor en quien creemos, ¿es un Cristo lleno de vida o un Cristo cuyo recuerdo se va apagando poco a poco en los corazones?

Es un error que busquemos «pruebas» para creer con más firmeza. No basta acudir al magisterio de la Iglesia. Es inútil indagar en las exposiciones de los teólogos. Para encontrarnos con el Resucitado, hemos de hacer ante todo un recorrido interior. Si no lo encontramos dentro de nosotros, no lo encontraremos en ninguna parte.

Juan describe, un poco más tarde, a María corriendo de una parte a otra para buscar alguna información. Pero cuando ve a Jesús, cegada por el dolor y las lágrimas, no logra reconocerlo. Piensa que es el encargado del huerto. Jesús solo le hace una pregunta: «Mujer, ¿Por qué lloras? ¿A quién buscas?».

Tal vez hemos de preguntarnos también nosotros algo semejante. ¿Por qué nuestra fe es a veces tan triste? ¿Cuál es la causa última de esa falta de alegría entre nosotros? ¿Qué buscamos los cristianos de hoy? ¿Qué añoramos? ¿Andamos buscando a un Jesús al que necesitamos sentir lleno de vida en nuestras comunidades?

Según el relato, Jesús está hablando con María, pero ella no sabe que es Jesús. Es entonces cuando Jesús la llama por su nombre, con la misma ternura que ponía en su voz cuando caminaban por Galilea: «¡María!». Ella se vuelve rápida: «Rabbuní, Maestro».

María se encuentra con el Resucitado cuando se siente llamada personalmente por Él. Es así. Jesús se nos revela lleno de vida, cuando nos sentimos llamados por nuestro propio nombre y escuchamos la invitación que nos hace a cada uno. Es entonces cuando nuestra fe crece.

No reavivaremos nuestra fe en Cristo resucitado alimentándolo solo desde fuera. No nos encontraremos con él, si no buscamos el contacto interior con su persona. Es el amor a Jesús conocido por los evangelios y buscado personalmente en el fondo de nuestro corazón, el que mejor puede conducirnos al encuentro con el Resucitado. JAP


¿Demasiado joven?

Luis Gonzaga era el mayor de los hijos del príncipe imperial italiano Ferrante Gonzaga, Marqués de Castiglione delle Stiviere. Don Ferrante puso todos los medios para que su hijo Luis fuese un prestigioso militar como él. En 1577, cuando tenía nueve años, lo llevó con su hermano Rodolfo a Florencia, dejándolo a cargo de varios tutores. A Luis le atraían mucho las aventuras militares, así como las posibilidades que le ofrecía el hecho de ser el primogénito y heredero de tan importante familia. Sin embargo, desde muy joven veía que un ideal más grande se abría camino en su horizonte personal.

Fue en Montserrat, cuando tenía quince años, donde percibió con claridad en su interior una llamada de Dios. Habló de ello primero a su madre, que aprobó enseguida sus proyectos. Pero, en cuanto lo supo su padre, montó en cólera hasta tal extremo que amenazó con ordenar que le azotaran hasta que recuperase el sentido común. Puso a la vocación de su hijo todas las dificultades imaginables, mientras repetía: “¡Mi hijo no será fraile!”.

Esperaba que el ambiente cortesano acabara por conquistarlo, pero el joven Luis volvía siempre tan decidido como al principio. Se sucedieron escenas muy violentas entre padre e hijo. Persistió en su negativa hasta que, por mediación de algunos de sus amigos, acabó accediendo de mala gana a dar su consentimiento provisional. Pero al poco tiempo se reanudaron las discusiones sobre el futuro de Luis. El chico se encontró con nuevos obstáculos a su vocación, pues a la tenaz negativa de su padre se añadió la oposición de la mayoría de sus poderosos parientes -algunos de ellos eclesiásticos-, que recurrieron a diversas promesas y amenazas para disuadirle.

Ferrante hizo los preparativos para enviar a su hijo a visitar todas las cortes del norte de Italia y, terminada esta gira, encomendó a Luis una serie de tareas importantes, con la esperanza de despertar en él nuevas ambiciones que le hicieran olvidar sus propósitos. Pero no hubo nada que pudiese doblegar la voluntad de su hijo. Después de haber dado y retirado su consentimiento varias veces, Ferrante capituló por fin. Al recibir el consentimiento imperial para transferir los derechos de sucesión a su hermano Rodolfo, escribió al padre Claudio Aquaviva, general de los jesuitas, diciéndole: “Os envío lo que más amo en el mundo, un hijo en el cual toda la familia tenía puestas sus esperanzas”.

Luis partió hacia Roma para ingresar en el noviciado en 1586, cuando tenía dieciocho años. Seis semanas después murió Don Ferrante. Desde el momento en que su hijo abandonó el hogar paterno, aquel hombre había transformado completamente su manera de vivir: el ejemplo de aquella vida de entrega había sido una luz que le hizo mejorar mucho en sus últimos momentos.

Al poco de iniciar su vida religiosa, Luis tuvo que sufrir otra difícil prueba: la alegría espiritual que había tenido desde su más tierna infancia desapareció de pronto. Pero supo ser fiel también en esos momentos de oscuridad, que acabaron desapareciendo. Para dejar claro que había abandonado las comodidades propias de su condición social, quiso vivir en la estancia más pobre, un cuarto estrecho debajo de la escalera y con una claraboya en el techo, sin otros muebles que un camastro, una silla y un estante para los libros. Pidió que le permitieran trabajar en la cocina, lavar los platos y ocuparse en las tareas más materiales de servicio a los demás. Su vida fue muy breve. Murió con fama de santidad en 1591, a los veintitrés años de edad. Pronto fue canonizado, y posteriormente proclamado protector de los estudiantes jóvenes y patrono de la juventud cristiana.

“Bienaventurados los que se entregan a Dios para siempre en la juventud”, escribió San Juan Bosco. La Iglesia ha bendecido siempre la entrega a Dios en la juventud: una entrega que le ha dado tantos santos. El panorama de los santos de la Iglesia católica nos muestra que la mayoría de ellos se entregaron a Dios siendo jóvenes, muy jóvenes. Basta repasar el santoral para ver que la Iglesia rezuma alegría de juventud, la venera en sus altares y aprende de ella y de su heroísmo. San Bernardo, gran doctor de la Iglesia, fue elegido abad del monasterio cisterciense de Claraval a la edad de veinticinco años. La mayoría de los mártires de Uganda oscilaban entre los quince y los veintidós años. San Estanislao de Kostka murió a los dieciocho, Santa Teresa de Lisieux a los veinticuatro, San Casimiro de Polonia a los veintiséis, Santo Domingo Savio a los catorce, Kateri Tekakwitha -la primera indígena norteamericana beatificada- a los veinticuatro. Desde luego, si esas vocaciones jóvenes hubieran cedido a la sempiterna cantinela de que “son demasiado jóvenes para entregarse a Dios”, o que “han de esperar a saber más de la vida”, o que “han de probar antes otras cosas”, ese después no les habría llegado y no tendríamos el ejemplo de su vida santa, que no necesita de muchos años de edad.

Dios llega casi siempre en la juventud, en la hora ordinaria del amor. El primer atisbo puede experimentarse en la niñez o en la adolescencia. Teresa de Lisieux deseó hacerse religiosa desde el primer despertar de la razón, y así lo cuenta con detalle en sus memorias, cuando relata la ocasión en que, a los catorce años, en 1887, pidió a León XIII que la dejase entrar a esa edad en el Carmelo.

—Pero no siempre será así. Supongo que la vocación puede llegar a cualquier edad.

Efectivamente, cuando Dios llama, importa poco la edad. Ya hemos visto que San Alfonso María de Ligorio se decidió a los veintisiete, San Agustín se bautizó a los treinta y tres, y San Juan de Dios cambió de vida a los cuarenta y dos. No existe una ‘edad perfecta’ para la entrega. Dios llama cuando quiere y como quiere. Nunca es demasiado pronto ni demasiado tarde para corresponder a su llamada. Pero el amor humano suele llegar en la juventud, y Dios suele llamar en la juventud. La Virgen era una adolescente. San José debía de ser también bastante joven. Y Juan, el único apóstol que acompañó al Señor al pie de la cruz, era también un adolescente.

Cinco siglos antes, Jeremías vivía en Anatot, un pueblecito cercano de Jerusalén, en la finca de sus padres, cuando fue llamado por Dios a ser su profeta. Según cuenta el Antiguo Testamento, el chico se resistía a esa llamada aduciendo que él era demasiado joven y débil para esa tarea tan importante, pero Dios le respondió: “No digas que eres demasiado joven o demasiado débil, porque Yo iré contigo y te ayudaré”.

Ser muy joven no es motivo para retrasar la entrega a Dios. La juventud es la época del amor. Cuando se es joven, se está menos maleado, menos desencantado y menos mediatizado por el egoísmo. El corazón joven es más libre para el amor. Además, no vamos a esperar a ser viejos para darle a Dios las sobras de nuestra vida. Cualquier tiempo es bueno para la entrega, pero la juventud es la mejor edad. Es el momento en el que comienzan a despuntar los ideales que impulsarán el resto de la existencia.

Se ha dicho, con razón, que una vida lograda es un ideal vislumbrado en la juventud y realizado en la madurez. Por eso insistía Juan Pablo II a un grupo numeroso de jóvenes: “¡No tengáis miedo de vuestra juventud! ¡No tengáis miedo de correr el riesgo de la libertad! ¡No ahoguéis los generosos impulsos del amor que os pide que hagáis de vuestra vida un servicio a los demás!”.

—Pero no puede negarse que la entrega a Dios de gente muy joven tiene sus riesgos.

Es verdad que no todo ambiente autodenominado religioso es, solo por eso, recomendable para un joven. Pero me parece que una persona que se plantea entregarse a Dios suele tener un grado considerable de madurez y es capaz de distinguir entre un lugar de manipulación y una institución o unas personas que tienen la garantía de la autoridad eclesiástica.

—¿Y por qué ahora hay menos vocaciones?

Depende de dónde, porque en muchos lugares hay ahora muchas vocaciones. Pero, cuando no hay vocaciones, conviene reflexionar sobre por qué ocurre. Porque quizá -como ha escrito el arzobispo Fernando Sebastián- sí que hay vocaciones, porque Dios sigue llamando para todo aquello que la Iglesia y el mundo necesitan. Lo que quizá faltan son respuestas.

“La voz de Dios se oye solo cuando hay un cierto grado de silencio interior. Es una voz íntima, que resuena solo a cierta profundidad de uno mismo. El que vive volcado sobre lo exterior, acaparado y seducido por las cosas exteriores, no puede oír la llamada de Jesucristo. Si uno no se pregunta para qué está en el mundo, qué es lo que de verdad vale la pena en la vida, qué quiere Dios de mí, nunca llegará a percibir ni formular una respuesta”.

Todos debemos sacar tiempo para cuestionarnos nuestra propia vida y preguntarnos para qué estamos en este mundo, qué es lo que puede dar verdadero valor a nuestra vida, lo que puede llenar el corazón y dar felicidad a largo plazo. No podemos ser cristianos de seguir la corriente. Hemos de tener el valor de decir, como San Pablo, “Señor, ¿Qué quieres de mí?”. Esta es la actitud indispensable para poder escuchar la voz de Dios. Preguntar al Señor cuál es nuestro puesto, dónde nos quiere, qué necesita la Iglesia de cada uno de nosotros, qué podemos hacer por el bien de los demás.

Responder a la vocación personal es tanto como vivir con libertad la propia existencia. Aceptar la propia vocación es intentar vivir libremente según el designio de Dios sobre nosotros. Por eso hemos de rezar por las vocaciones, pero no solo por la vocación de los demás, sino también, y sobre todo, para que Dios nos haga ver nuestro propio camino.

“La ayuda decisiva que nuestros jóvenes necesitan -concluía Fernando Sebastián- es una comunidad cristiana clara, entusiasta, una comunidad de hermanos que rezan, que se quieren, que colaboran con alegría y con confianza dentro de la acción misionera de la Iglesia. Este es el clima que hay que difundir en nuestra Iglesia y esta es la labor que tenemos que hacer entre todos, padres, educadores, catequistas, sacerdotes, para que vuelvan a florecer en nuestra Iglesia las vocaciones y las respuestas, respuestas de todas clases y en todos los tonos, familias cristianas, apóstoles seglares, vírgenes consagradas, misioneros, sacerdotes”. AA


Acontecimiento decisivo

No es fácil evocar hoy la “explosión de vida” que significó la resurrección de Jesús que puso en marcha el cristianismo. No nos damos cuenta hasta qué punto estamos configurados por una cultura obsesionada por el análisis y la valoración de “los fenómenos observables”, pero miope para sintonizar con todo aquello que no pueda ser reducido a datos controlables. Nos creemos superiores a generaciones pasadas sólo porque hemos logrado técnicas más sofisticadas para verificar la realidad de nuestro pequeño mundo y no nos damos cuenta de que hemos perdido capacidad para abrirnos a las realidades más importantes de la existencia.

La resurrección no es un acontecimiento más, que puede y debe ser aislado y analizado desde fuera. No es un fenómeno que hay que iluminar desde el exterior, darle un sentido desde otras verificaciones más sólidas y fiables. La resurrección, por el contrario, es el acontecimiento decisivo desde donde se nos revela el misterio último de todo, el que lo ilumina todo desde su interior, el que da sentido a toda nuestra existencia.

La resurrección de Jesucristo o nos atrae hacia el misterio de Dios y nos hace entrar en relación con la Vida que nos espera o queda reducido a un fenómeno “curioso” e inaccesible que todavía tiene un impacto religioso en personas “ingenuas” que no han sabido adaptarse aún a la sociedad del progreso. Sin embargo, la salvación de Jesucristo resucitado es ofrecida a todas las generaciones y a todas las épocas.

Y el hombre moderno, miope para todo lo que no puede tocar con sus manos o dominar con su técnica, enfermo de nostalgia de una salvación que le permita caminar sin desesperar, está necesitado de un mensaje de esperanza.

Las Iglesias no deberían olvidar que la sociedad moderna necesita directrices morales sobre su conducta política y económica o su comportamiento sexual, pero necesita, sobre todo, la oferta convencida de una salvación que dé sentido a todo.

Los cristianos deberían ser, antes que nada, una “reserva inagotable de esperanza” en medio de un mundo tan amenazado por el sinsentido y el absurdo.

La celebración litúrgica de la Pascua nos ha de ayudar a los creyentes a reavivar nuestra vocación de testigos de la resurrección.


La “Donum vitae” cumple 32 años

Corría el mes de febrero de 1987 cuando se firmaba en el Vaticano un documento que trataba, entre otros temas, sobre la fecundación artificial. Su título era “Instrucción sobre el respeto de la vida humana naciente y la dignidad de la procreación”. En latín se conoce simplemente como “Donum vitae”.

El documento estaba firmado por el entonces Cardenal Joseph Ratzinger en cuanto prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Contaba con la autorización explícita de un Papa enamorado de la vida: el santo Juan Pablo II.

No se busca aquí resumir la doctrina de un documento muy rico y profundo, sino simplemente resaltar su importancia y su valor profético.

Desde 1978, al menos según los datos “oficiales”, la fecundación in vitro hizo posible el nacimiento de niños concebidos en laboratorio. Llegar a esta conquista técnica significaba una auténtica revolución, porque permitía realizar algo que hasta entonces parecía utópico: dominar técnicamente el inicio de la vida de los hijos según los deseos de los adultos.

Los motivos que llevaron a la primera técnica usada de fecundación in vitro (conocida por sus siglas como FIV o, en inglés, IVF) y a las variantes que se desarrollaron en los siguientes años son diferentes. En un número muy elevado de casos, se trata de ayudar a tener hijos a quienes no los tienen de modo natural. En otros casos, se busca obtener hijos con ciertas características, es decir, seleccionados.

Existen, además, laboratorios que buscan “fabricar” embriones (que son hijos de sus respectivos padres biológicos) simplemente para usarlos en experimentos más o menos “interesantes” y prometedores. Es oportuno recalcar que, tal y como normalmente se realizan esos experimentos, los embriones usados en los mismos son destruidos.

Ante la nueva situación, la Iglesia intervino, primero, con el documento que ahora recordamos, la “Donum vitae”; luego, con un documento que continuaba y ampliaba los temas tratados en 1987 y que tiene como título “Dignitas personae”, publicado en diciembre de 2008 por la Congregación para la Doctrina de la Fe.

El documento de 1987 fue un grito profético a favor de los hijos y del matrimonio, frente a los peligros de la invasión tecnológica en un momento muy delicado para toda vida humana: la fecundación y las primeras fases de desarrollo de los embriones.

Después de estos años, por desgracia, los peligros se han agigantado en proporciones difíciles de evaluar. Al mirar lo que ha ocurrido en tantos países, podemos recordar que miles y miles de embriones han sido usados y destruidos simplemente como parte de un sistema que buscaba “producir” vidas a costa de permitir y provocar muertes.

Además, miles y miles de embriones fueron congelados según procedimientos “rutinarios” usados en muchas clínicas de la fertilidad. Muchos de esos embriones siguen todavía hoy encerrados en “neveras” mientras se decide sobre su suerte.

Respecto a los diagnósticos prenatales, otro tema abordado por la “Donum vitae”, también se constata el triunfo de una mentalidad selectiva, en la que se valora a los embriones humanos según niveles de calidad. Esa mentalidad ha desarrollado técnicas de diagnóstico preimplantatorio (sobre las que no habló la “Donum vitae”, pero sí el documento de 2008 antes mencionado), que permiten conocer las características de los embriones producidos en el laboratorio. Los embriones que llegan a superar el “standard” exigido, son respetados y acogidos; los que no, simplemente son destruidos en el laboratorio o, si ya viven en el seno materno, a través del aborto.

Ciertamente, las técnicas de reproducción artificial han permitido el nacimiento de miles de hijos que de lo contrario hoy no existirían. Pero un resultado bueno, el inicio de una vida humana, no justifica nunca el recurso a un método invasivo e injusto, como lo son las diferentes técnicas de fecundación in vitro (la FIV y la ICSI, por mencionar dos de las más usadas); o como lo son aquellas modalidades de inseminación artificial que no respetan la dignidad del matrimonio (tema sobre el que también habló la “Donum vitae”).

Como indicaba la “Donum vitae”, el legítimo deseo de un hijo “no es suficiente para justificar una valoración moral positiva de la fecundación in vitro entre los esposos”, por dos motivos de fondo: porque la procreación sólo puede ser correcta en el contexto de una relación sexual entre los esposos (y no como dominio de la técnica); y porque todo embrión merece iniciar la propia vida en el seno materno y sin invasiones técnicas que puedan poner en peligro su vida.

Han pasado 32 años desde que fuera publicado un documento profético. Volver a tomarlo en nuestras manos y leerlo con atención hará posible el que muchos corazones descubran los males que se derivan de la fecundación artificial y, sobre todo, que se comprometan a trabajar generosa y valientemente para defender la dignidad de la procreación humana. FP


Debemos vivir la experiencia con Cristo

Lograr la experiencia con Dios, fue la exhortación que hizo Mons. Ricardo Centellas a los catequistas durante la Eucaristía de Inauguración del V Congreso Nacional de Catequistas. El prelado subrayó que la tarea central del catequista es la de presentar la persona de Cristo en nuestras comunidades.

Cristo nos invita a percibirlo “a través de los acontecimientos, a través de los hermanos”, por ello - afirmó Mons. Centellas - es que “tenemos que preocuparnos para que en nuestra vida de catequistas haya y hagamos la experiencia de Dios”.

En esta línea, el prelado manifestó que la espiritualidad, tema central del Congreso, debe estar marcado por percibir esa presencia de Cristo. “Si descubrimos que Dios está presente en nuestra vida, en la vida de nuestras comunidades, de nuestras jurisdicciones siempre podremos caminar hacia adelante, y nadie podrá separarnos del amor de Dios”.

Mons. Centellas también recordó que en la tarea catequética, el catequista no es lo “central”, sino lo fundamental es “presentar a la persona de Jesús, la vida de Jesús y su mensaje”.

En este sentido el prelado pidió a Dios que ilumine y oriente esta labor, haciendo que los catequistas “pasemos desapercibidos” y que sea “Jesús quien mueva todo, quien congregue todo, quien cambie las cosas y la vida para que nuestra catequesis produzca esto que siempre ha proclamado el hombre: Que viva con Dios y se deje iluminar por Él”. RC


Sed perfectos como Mi Padre Celestial es perfecto

A lo largo de la historia de la cristiandad, han existido personas excepcionales en las que especialmente posamos nuestra atención en la actualidad para ser guiados por ellos, para pedirles ayuda, intercesión, esclarecimiento. Por ser modelos perfectos de acción en alguno o todos los campos de su vida, por haber respondido fielmente al llamado que Dios hace a cada uno de sus hijos, siguiendo el camino que Jesús nos mostró durante su paso por la tierra, se convirtieron en hijos dignos de ser llamados cristianos, por encarnar en sí las virtudes y cualidades de Aquel a quien amaban y deseaban seguir.

En el primer capítulo, primer párrafo de “La Imitación de Cristo” de Tomás Hemerkem de Kempis, leemos la siguiente reflexión: “El que me sigue no anda en tinieblas. Son palabras de Cristo que nos exhortan a imitar su vida y costumbres, si queremos ser de veras iluminados y vernos libres de toda ceguedad del corazón”. Así comienza un libro que nos va guiando por el camino de ir despojándonos de nosotros mismos y asemejándonos cada vez más al Señor, y así es como han actuado esas resplandecientes almas de las que venimos hablando.

Pero de pobre forma estaríamos ilustrando al lector sobre esas grandes personas si no explicamos un poco más sobre la forma en que la Iglesia se forma un juicio a la hora de proponernos a cada una de ellas como un modelo a seguir.

Se puede entender la denominación de “santo” en tres sentidos:

1. Todo aquel que está en el Cielo, ya que participa de la visión beatífica del Señor y está confirmado en la gracia,

2. Todos los cristianos que están en gracia de Dios participan de la Su santidad, y por eso San Pablo usa la Palabra “santos” para referirse a los fieles (2 Cor. 13,12; Ef. 1,1), ya que por el bautismo somos liberados del pecado e injertados en Cristo, que es Dios, el Santo de los Santos. Y

3. Aquellos que son reconocidos por la Iglesia y se presentan como modelos de conducta e intercesores ante Dios.


Perdidos

Según los expertos, uno de los datos más preocupantes de la sociedad moderna es la «pérdida de referentes». Todos lo podemos comprobar: la religión va perdiendo fuerza en las conciencias; se va diluyendo la moral tradicional; ya no se sabe a ciencia cierta quién puede poseer las claves que orienten la existencia.

Bastantes educadores no saben qué decir ni en nombre de quién hablar a sus alumnos acerca de la vida. Los padres no saben qué «herencia espiritual» dejar a sus hijos. La cultura se va transformando en modas sucesivas. Los valores del pasado interesan menos que la información de lo inmediato.

Son muchos los que no saben muy bien dónde fundamentar su vida ni a quién acudir para orientarla. No se sabe dónde encontrar los criterios que puedan regir la manera de vivir, pensar, trabajar, amar o morir. Todo queda sometido al cambio constante de las modas o los gustos del momento.

Es fácil constatar ya algunas consecuencias. Si no hay a quién acudir, cada cual ha de defenderse como pueda. Algunos viven con una «personalidad prestada», alimentándose de la cultura de la información. Hay quienes buscan algún sucedáneo en las sectas o adentrándose en el mundo seductor de lo «virtual». Por otra parte, son cada vez más los que viven perdidos. No tienen meta ni proyecto. Pronto se convierten en presa fácil de cualquiera que pueda satisfacer sus deseos inmediatos.

Necesitamos reaccionar. Vivir con un corazón más atento a la verdad última de la vida; detenernos para escuchar las necesidades más hondas de nuestro ser; sintonizar con nuestro verdadero yo. Es fácil que se despierte en nosotros la necesidad de escuchar un mensaje diferente. Tal vez entonces hagamos un espacio mayor a Dios.

La escena evangélica de Lucas recobra un hondo sentido en nuestros tiempos. Según el relato, los discípulos «se asustan» al quedar cubiertos por una nube. Se sienten solos y perdidos. En medio de la nube escuchan una voz que les dice: «Este es mi Hijo, el escogido. Escuchadlo». Es difícil vivir sin escuchar una voz que ponga luz y esperanza en nuestro corazón. JAP


Con los crucificados

Lo crucificaron.

El mundo está lleno de iglesias cristianas presididas por la imagen del Crucificado y está lleno también de personas que sufren, crucificadas por la desgracia, las injusticias y el olvido: enfermos privados de cuidado, mujeres maltratadas, ancianos ignorados, niños y niñas violados, emigrantes sin papeles ni futuro. Y gente, mucha gente hundida en el hambre y la miseria.

Es difícil imaginar un símbolo más cargado de esperanza que esa cruz plantada por los cristianos en todas partes: «memoria» conmovedora de un Dios crucificado y recuerdo permanente de su identificación con todos los inocentes que sufren de manera injusta en nuestro mundo.

Esa cruz, levantada entre nuestras cruces, nos recuerda que Dios sufre con nosotros. A Dios le duele el hambre de los niños de Calcuta, sufre con los asesinados y torturados de Irak, llora con las mujeres maltratadas día a día en su hogar. No sabemos explicarnos la raíz última de tanto mal. Y, aunque lo supiéramos, no nos serviría de mucho. Sólo sabemos que Dios sufre con nosotros y esto lo cambia todo.

Pero los símbolos más sublimes pueden quedar pervertidos si no sabemos redescubrir una y otra vez su verdadero contenido. ¿Qué significa la imagen del Crucificado, tan presente entre nosotros, si no sabemos ver marcados en su rostro el sufrimiento, la soledad, el dolor, la tortura y desolación de tantos hijos e hijas de Dios?

¿Qué sentido tiene llevar una cruz sobre nuestro pecho, si no sabemos cargar con la más pequeña cruz de tantas personas que sufren junto a nosotros? ¿Qué significan nuestros besos al Crucificado, si no despiertan en nosotros el cariño, la acogida y el acercamiento a quienes viven crucificados?

El Crucificado desenmascara como nadie nuestras mentiras y cobardías. Desde el silencio de la cruz, Él es el juez más firme y manso del aburguesamiento de nuestra fe, de nuestra acomodación al bienestar y nuestra indiferencia ante los crucificados. Para adorar el misterio de un «Dios crucificado», no basta celebrar la semana santa; es necesario, además, acercamos un poco más a los crucificados, semana tras semana.


La vida a una carta

En el primer volumen de las Memorias de Julián Marías hay una reflexión especialmente conmovedora y que refleja una cuestión verdaderamente crucial. Escribe, después de su boda, cuando se encuentra subjetivamente en la cima de la felicidad, y dice: “Siempre he creído que la vida no vale la pena más que cuando se la pone a una carta, sin restricciones, sin reservas. Son innumerables las personas, muy especialmente en nuestro tiempo, que no lo hacen por miedo a la vida, que no se atreven a ser felices porque temen a lo irrevocable, porque saben que, si lo hacen, se exponen a la vez a ser infelices”.

“Efectivamente -añade José Luis Martín Descalzo-, una de las carcomas de nuestro siglo es ese miedo a lo irrevocable, esa indecisión ante las decisiones que no tienen vuelta de hoja o la tienen muy dolorosa, esa tendencia a lo provisional, a lo que nos compromete ‘pero no del todo’, que nos obliga ‘pero solo en tanto en cuanto’. Preferimos no acabar de apostar por nada, o si no hay más remedio que hacerlo, lo rodeamos de reservas, de condicionamientos, de “ya veremos cómo van las cosas”.

Ocurre en todos los terrenos. Por de pronto, en la vida matrimonial. Pero el ‘miedo a lo irrevocable’ ha llegado incluso a lo religioso y lo más intocable, que es el sacerdocio. Uno puede fracasar y equivocarse, es cierto, pero ¿cabe mayor fracaso que lanzarse a volar con las alas atadas por toda una maraña de condicionamientos?

Y lo que más me preocupa es que parece que este pánico a lo irrevocable se ha convertido en una de las características espirituales de la mayor parte de nuestra juventud y de un buen porcentaje de adultos. La gente no es amiga de jugarse la vida a una carta en ningún terreno; prefiere embarcarse hoy en el barco de hoy y mañana ya pensará en qué barco lo hace. Y lo más grave es que esto se está presentando como un ideal, como ‘lo inteligente’, como ‘lo civilizado’. ¿Con qué razones? Te dicen: todo es relativo, comenzando por mí mismo. Yo sé cómo es hoy el hombre que yo soy; pero no sé cómo seré mañana. Todos cambiamos de ideas, de modos de ser. ¿Por qué comprometerlo todo a una carta cuando el juego de mañana no sé cómo se presentará?

Y hay en este raciocinio algo de verdad: es cierto que hay muchas cosas relativas en la vida, en las que hasta será bueno cambiar en el futuro, cuando se vean con nueva luz. Pero, relativizarlo todo, ¿no será un modo de no llegar nunca a vivir?

“En realidad, esas cosas permanentes son pocas: el amor que se ha elegido, la misión a la que uno se entrega, unas cuantas ideas vertebrales y, entre ellas, desde luego, para el creyente, su fe. En estas, lo confieso, mis apuestas siempre fueron y espero que sigan siendo totales. Por esas tres o cuatro cosas yo estoy dispuesto a jugar a una sola carta, precisamente porque estoy seguro de que esas cosas o son enteras o no son. Así de sencillo: o son totales o no existen. Un amor condicionado es un amor putrefacto. Un amor ‘a ver cómo funciona’ es un brutal engaño entre dos. Un amor sin condiciones puede fracasar; pero un amor con condiciones no solo es que nazca fracasado, es que no llega a nacer”.

—Pero es natural que, ahora que la gente vive mejor y que, por tanto, tiene más que perder, tenga más miedo a apostar por seguir caminos irrevocables.

Me viene a la memoria la escena del Antiguo Testamento en que el rey Salomón pide a Dios sabiduría y discernimiento, en vez de riquezas, salud, larga vida, poder o placeres. A Dios le agradó ese deseo de Salomón, por ser una petición buena e inteligente, y le dijo que le daría lo que pedía, y también lo que no pedía.

Con la entrega a Dios o a otra persona sucede algo parecido. No debemos dejarnos seducir por esos señuelos que absorben la vida de tantos, sino dirigir nuestra vida con un horizonte más elevado, con una apuesta decidida por ser fieles toda la vida, y entonces Dios se mostrará generoso con nosotros, y nos dará lo uno y lo otro: la sabiduría y la felicidad.

—¿Crees, entonces, que no hay que tener miedo a pedirle a Dios que nos conceda aquello que no siempre nos apetece?

Hay que pedirle luz y sabiduría, como hizo Salomón. Mucha gente tiene a Dios como un mero recurso en caso de dificultad. Le piden cosas como si Dios fuera un fontanero al que llaman cuando les falla un grifo o aparecen unas goteras. Pero quienes tratan a Dios con mayor cercanía no le piden eso, o al menos no le piden solo eso. Comprenden enseguida que Dios no está para solucionarnos los problemas domésticos, sino que debe iluminar nuestra vida constantemente. Entonces, como Salomón, comprenden qué es lo que deben pedir. Y quizá les impone un poco pedirlo, pero lo hacen. Y piden lo que nadie pide. Piden a Dios que les llene de sabiduría, que alumbre su camino, que les haga ver qué quiere, qué espera de ellos. Y descubren su vocación, y dan a su vida un sentido de misión.

Desde fuera, algunos pensarán que es una tontería no buscar y pedir riquezas y goces. No se dan cuenta de que Dios, con su sabiduría, da la mayor riqueza. No han comprendido aún que no hay nada más triste que la oscuridad de no querer ver a Dios que sale a nuestro encuentro. Que, en el fondo, Dios nos da también, con su sabiduría, lo que no hemos pedido y otros tanto ansían.

Esa cercanía a Dios es necesaria para el discernimiento de la propia vocación, y también para corresponder a ella y alcanzar la felicidad. “Hemos de trabajar mucho cada día -explicaba la Madre Teresa de Calcuta- para vencernos a nosotras mismas. Hemos de pedir la gracia de amarnos mutuamente. Para poder hacer eso, nuestras hermanas llevan una vida de oración y sacrificio. Por eso comenzamos nuestro día con la comunión y la meditación. Todas las noches, cuando volvemos del trabajo, nos reunimos en la capilla para hacer una hora ininterrumpida de adoración. En la quietud de la oscuridad encontramos paz en la presencia de Cristo. Esa hora de intimidad con Jesús es algo muy hermoso. He visto un gran cambio en nuestra congregación desde el día en que comenzamos a hacer adoración diaria. Nuestro amor por Jesús es más íntimo. Nuestro amor entre nosotras es más comprensivo. Nuestro amor por los pobres es más compasivo”.

Si uno se atreve a pedirle a Dios lo que pocos le suelen pedir, pero que supone la mayor inteligencia, Dios nos hace ver nuestro camino cada vez con más claridad. Eso supone exigencia, pero con la exigencia viene la satisfacción y la felicidad. Aunque no quiere decir que, con eso, uno tenga ya un seguro a todo riesgo para la santidad. De hecho, Salomón se descuidó al final de su vida y se apartó de Dios.

—¿Piensas, entonces, que hay que jugarse la vida a una carta?

Son una multitud los santos de la Iglesia. Cada uno de ellos tuvo su misión. Cada uno se jugó la vida a una carta. También nosotros tenemos una misión específica y concreta por la que hemos de apostar la vida. Un camino, un itinerario personal para alcanzar esa plenitud de la vida cristiana a la que estamos llamados. Un camino para realizar, en definitiva, la misión de la Iglesia, que continúa a través de los siglos la misión de Cristo de anunciar la salvación a todos los hombres de todos los tiempos. “Toda criatura humana -ha escrito Javier Echevarría- ha de enfrentarse a los años de su existencia con la conciencia de que son un tesoro puesto en sus manos por Dios, y de que, como toda dádiva, entrañan una responsabilidad. El cristiano ve sus días como el plazo que se le concede para responder a la vocación y a la misión que le han sido confiadas”.

Puede ser que Dios te llame a un camino específico y singular dentro de la Iglesia, por ejemplo, como sacerdote. En ese caso particular, te esperan miles de almas sedientas de los sacramentos, sedientas del mensaje salvador de Dios. Miles de hombres y mujeres encontrarán en tu palabra y en tu vida un refugio contra su soledad y su cansancio, una razón para seguir viviendo. Si respondes generosamente a su llamada, tus manos elevarán sobre la tierra el Cuerpo de Cristo, perdonarán los pecados en su nombre, facilitarán la salvación a muchas almas. Unas, por tu testimonio o tu trabajo directo; otras, fruto de tu oración, de tu sacrificio personal, de tu entrega escondida que Dios contempla y hace fructificar. De muchas de ellas tendrás noticia y conocimiento; de otras, quizá muchas más, no sabrás nunca. Todo eso, tanto en ese camino como en cualquier otro que Dios te señale, se hará realidad, como explica la parábola de la semilla que muere para dar fruto, si eres capaz de apostar tu vida a una carta y morir a ti mismo por amor a Dios.

Jugarse la vida a una carta no es simplemente tomar una decisión en un momento determinado y renunciar por Dios a otros proyectos menores. Es una actitud que ha de estar presente a lo largo de toda la vida. Es apostar con total determinación por el camino que Dios nos inspire y seguirlo con perseverancia, aunque no siempre encontremos a nuestro alrededor la acogida o la correspondencia que esperábamos.

Santa Francisca Cabrini había fundado en 1880 la Comunidad de las Misioneras del Sagrado Corazón y se había establecido en Lombardía con sus primeras religiosas. En aquel tiempo eran muchísimos los italianos que emigraban a Norteamérica, y allí apenas tenían asistencia espiritual. El Arzobispo de Nueva York, Mons. Corrigan, había pedido personalmente a Francisca que enviara a sus religiosas a ese país. Ella deseaba que fueran a China, pero León XIII le rogó que atendiera esa petición y Santa Francisca cambió de planes inmediatamente. El viaje le resultó muy duro, pues siendo niña se había caído a un río y desde entonces tenía horror al agua, pero cruzó el Atlántico con seis de sus religiosas y desembarcó en Nueva York en marzo de 1889. La acogida no fue precisamente entusiasta. Al llegar, se encontraron con que las benefactoras que habían prometido conseguir una casa para poner en marcha un orfanato y una escuela primaria, habían tenido algunas diferencias con el arzobispo y el proyecto se había abandonado. Cuando fueron a ver a Mons. Corrigan, estaba tan desanimado que terminó diciendo que, en vista de las circunstancias, lo mejor era que la madre Cabrini y sus religiosas regresaran a Italia. Pero ella respondió: “No, señor arzobispo, el Papa nos envió aquí, y aquí nos vamos a quedar”. Podía haberse desanimado, pero había apostado su vida a una carta y no se iba a retirar por este nuevo envite de la dificultad. A los pocos meses ya habían encontrado otra casa y, en menos de un año, ya fueron a formarse a Italia las dos primeras novicias norteamericanas.

La Comunidad de Misioneras del Sagrado Corazón no solo se asentó enseguida en Nueva York, sino que empezó a extenderse por toda América del Norte y del Sur, con numerosas escuelas, orfanatos y hospitales. A la vuelta de veinte años, eran ya más de mil religiosas. Santa Francisca Cabrini acabaría siendo la primera ciudadana norteamericana canonizada, y su vida fue un ejemplo de tesón y de fortaleza, de despliegue de actividad en servicio de Dios y de preocupación santa por el desamparo que muchas veces pasa la juventud.

Al final, responder que sí a la llamada de Dios será siempre una apuesta, un acto de fe en esa llamada y en quien la hace. Así han obrado los santos a lo largo de la historia. Y así obró la Virgen, como testimonia el Evangelio en las palabras de la Visitación a su prima Santa Isabel: “Dichosa la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor”. AA


No te bajes de la Cruz

Según el relato evangélico, los que pasaban ante Jesús crucificado se burlaban de él y, riéndose de su sufrimiento, le hacían dos sugerencias sarcásticas: Si eres Hijo de Dios, «sálvate a ti mismo» y «bájate de la cruz».

Ésa es exactamente nuestra reacción ante el sufrimiento: salvarnos a nosotros mismos, pensar sólo en nuestro bienestar y, por consiguiente, evitar la cruz, pasarnos la vida sorteando todo lo que nos puede hacer sufrir. ¿Será Dios así? ¿Alguien que sólo piensa en sí mismo y en su felicidad?

Jesús no responde a la provocación de los que se burlan de él. No pronuncia palabra alguna. No es el momento de dar explicaciones. Su respuesta es el silencio. Un silencio que es respeto a quienes lo desprecian, comprensión de su ceguera y, sobre todo, compasión y amor.

Jesús sólo rompe su silencio para dirigirse a Dios con un grito desgarrador: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» No le pide que lo salve bajándolo de la cruz. Sólo que no se oculte, ni lo abandone en este momento de muerte y sufrimiento extremo. Y Dios, su Padre, permanece, en silencio.

Sólo escuchando hasta el fondo ese silencio de Dios, descubrimos algo de su misterio. Dios no es un ser poderoso y triunfante, tranquilo y feliz, ajeno al sufrimiento humano, sino un Dios callado, impotente y humillado, que sufre con nosotros el dolor, la oscuridad y hasta la misma muerte.

Por eso, al contemplar al crucificado, nuestra reacción no es de burla o desprecio, sino de oración confiada y agradecida: «No te bajes de la cruz. No nos dejes solos en nuestra aflicción. ¿Para qué nos serviría un Dios que no conociera nuestra cruz? ¿Quién nos podría entender?

¿En quién podrían esperar los torturados de tantas cárceles secretas? ¿Dónde podrían poner su esperanza tantas mujeres humilladas y violentadas sin defensa alguna? ¿A qué se agarrarían los enfermos crónicos y los moribundos? ¿Quién podría ofrecer consuelo a las víctimas de tantas guerras, terrorismos, hambres y miserias? No. No te bajes de la cruz pues si no te sentimos «crucificado» junto a nosotros, nos veremos más «perdidos».

Es difícil imaginar algo más escandaloso que un «Dios crucificado». Y tampoco algo más atractivo y esperanzador. No sé si podría creer en un Dios que fuera sólo poder. Creo que los humanos sólo podemos confiar en un Dios débil, que sufre con nosotros y por nosotros, y sólo así despierta en nosotros la esperanza.

Estos días he podido ver con qué arrogancia actúan los poderosos y con qué facilidad se destruye a los débiles; quiénes son los satisfechos y quiénes los desgraciados; dónde están los que deciden y organizan todo, y dónde mueren las víctimas que lo padecen todo.

¿A qué me podría yo agarrar si Dios fuera simplemente un ser poderoso y satisfecho, que decide y organiza el mundo a su antojo, muy parecido a los poderosos de la tierra, sólo que más fuerte que ellos? ¿Quién me podría dar una esperanza si no supiera que Dios está sufriendo con las víctimas y en las víctimas? ¿Quién me podría consolar si no supiera que un «Dios crucificado» es lo más opuesto a estos «dioses» que sólo saben crucificar?

Ese Dios crucificado me ayuda a ver la realidad desde los crucificados. Desde estos hombres y mujeres abatidos sin miramiento alguno, se ve mejor cómo está el mundo y qué le falta para ser humano. El mal tiende a disfrazarse, pero allí donde alguien es crucificado, todo se esclarece. Sabemos dónde está Dios y dónde están los que se le oponen.

Los crucificados no me dejan creer en esas grandes palabras como «progreso», «democracia» o «libertad», cuando sirven para matar inocentes. Siempre se ha matado en nombre de algún «dios». El poder tiende a sacralizarse a sí mismo, se presenta como intocable e indiscutible, se legitima en los votos o en las grandes causas. Da lo mismo. Cuando aterroriza y destruye a inocentes, queda desenmascarado. Ese poder nada tiene que ver con el verdadero Dios.

Esta Semana Santa, al besar la Cruz, quiero besar a todos los crucificados, pedirles perdón y ver en ellos a ese Dios crucificado que me llama a recordarlos y defenderlos siempre. JAP


La dialéctica de Aristóteles y el aborto

La dialéctica era, para Aristóteles, una técnica que ayuda a discutir con habilidad. Al presentar esta técnica, sobre todo en los Tópicos, Aristóteles mostraba la importancia de conocer las opiniones comunes y reconocidas, las ideas aceptadas mayoritariamente en la sociedad, para usarlas a la hora de “combatir” y “vencer” al interlocutor.

La técnica no quedó circunscrita al mundo griego, sino que se ha aplicado y se aplica de muchas maneras. También al tema del aborto, como podemos apreciar con frecuencia.

Pensemos en un debate en el que discuten dos personas, una a favor y otra en contra del aborto. En muchos de esos debates resulta más fácil organizar las frases para hacer ver como absurda la posición contraria, en vez de defender el propio punto de vista. En ese sentido, quizá los defensores del aborto son más hábiles que los enemigos del aborto.

Para derrotar a un defensor de la vida, el defensor del aborto puede recurrir (de hecho, muchas veces lo hace) a varias “opiniones comunes” (que pueden ser verdaderas o falsas, pero que se caracterizan por el hecho de haber sido aceptadas de un modo generalizado). Es decir, aplica lo que ya enseñaba Aristóteles en su tiempo. Podemos evocar algunos ejemplos concretos de este tipo de argumentaciones:

1. Ir contra el aborto es típico de quien desea imponer una maternidad a la mujer. Es decir, los provida irían en contra de una idea muy aceptada (opinión común) en la sociedad moderna: somos libres, y nadie puede imponer a los demás nada, mucho menos respecto del propio cuerpo.

2. Ir contra el aborto implica someter las leyes civiles a la moral de algunos grupos religiosos, cuando vivimos en un mundo laico donde todos tienen derecho a vivir según sus principios personales, sin que nadie imponga creencias privadas al conjunto de la sociedad.

3. Ir contra el aborto significa perpetuar una mentalidad machista que somete a las mujeres a costa de esclavizarlas a través de la maternidad, cuando el mundo moderno no quiere para nada volver a actitudes machistas (es decir, el mundo moderno sería abortista por definición, según este “argumento”).

4. Ir contra el aborto limita la libertad sexual de la mujer mientras mantiene los privilegios del hombre. Gracias a la educación y a nuevos métodos (en concreto, el uso generalizado de métodos anticonceptivos, y el recurso al aborto “en casos de emergencia”) la mujer ya ha tomado conciencia de sus derechos y puede disfrutar de la sexualidad al mismo nivel que los varones: sin tener que someterse a embarazos no deseados.

5. Ir contra el aborto es desconocer los progresos de la ciencia, pues la mayoría de los médicos y los científicos consideran que uno llega a ser persona humana sólo a partir de cierta etapa de su desarrollo, y no en el momento de la concepción como defienden, con muy poco respeto a la ciencia, los grupos pro-vida.

La lista de este tipo de argumentaciones podría ser mucho más larga. El enemigo del aborto (es decir, el defensor de la vida del hijo) parece quedar arrinconado ante argumentos que lo ponen contra las opiniones comunes, contra ideas que han calado en muchos corazones.

Pero si vamos más allá de las técnicas dialécticas, podemos reconocer que una discusión así llevaba no necesariamente conduce a la verdad. El mismo Aristóteles era consciente de que una persona puede refutar (vencer) a otra a través del recurso a las opiniones comunes, al mismo tiempo que tal refutación no deja de ser fruto de engaño, de manipulación, o simplemente un juego argumentativo que no lleva a ninguna verdad concreta sino que sirve simplemente para ridiculizar al adversario.

Si vemos los cinco argumentos apenas presentados, podremos reconocer que todos dejan de lado el núcleo central de la cuestión: en cada aborto es eliminada una vida humana en sus fases iniciales. En otras palabras, el aborto no es un gesto intrascendente por el cual una mujer queda libre de una agresión injusta o consigue defender sus derechos. Es un gesto sumamente grave, con el cual una madre permite (o provoca directamente, con el uso de abortivos farmacológicos o con otros métodos) el que su hijo sea eliminado dentro de sus entrañas. Por eso, una argumentación bien llevaba ayudaría a todos a reconocer algo que también es una “opinión común” de nuestras sociedades: nunca se puede eliminar una vida humana para satisfacer deseos o proyectos personales, por muy profundos y “buenos” que éstos sean.

En los muchos conflictos de deseos y de proyectos que caracterizan la vida de las personas, se pueden llevar a cabo actos legales, protestas, huelgas, siempre que no se dañen los derechos básicos de otros, sobre todo el derecho a la vida de los inocentes.

Por eso, una mujer que inicia el embarazo y quiere vivir según sus planes personales, que no se siente preparada para asumir sus responsabilidades de madre, que tiene miedo a las enormes presiones de quienes están a su lado, que teme la marginación social o la pérdida del puesto de trabajo, puede realizar aquellas acciones necesarias para defender sus derechos como mujer, pero nunca a costa de la vida de un ser humano inocente: su propio hijo.

Vale la pena recordarlo, para que en los debates sobre el aborto no se creen espejismos de argumentos que deslumbran y que pueden llevar a victorias fatuas, pero que en el fondo encierran una derrota profunda. Porque siempre es derrota el que un pueblo permita que las mujeres puedan dar la “orden” que termina con la vida de los propios hijos.

Frente a esa derrota, los amigos de la vida (por eso son enemigos del aborto) tenemos que trabajar en serio para promover una cultura que proteja al más débil de los seres humanos: al hijo antes de nacer; y que ayude a las madres en dificultad para que reconozcan qué alternativas y ayudas existen para su situación concreta.

Así será posible no sólo eliminar leyes que han permitido millones de abortos mal llamados “legales”, sino sobre todo defender a la mujer en su dignidad y su nobleza intrínseca, con las cuales puede luchar a favor de sus hijos y, en el fondo, a favor de un mundo más justo, más humano y más bueno. FP


¿Qué hace Dios en una Cruz?

Lo crucificaron.

Según el relato evangélico, los que pasaban ante Jesús crucificado sobre la colina del Gólgota se burlaban de él y, riéndose de su impotencia, le decían: «Si eres Hijo de Dios, bájate de la cruz». Jesús no responde a la provocación. Su respuesta es un silencio cargado de misterio. Precisamente porque es Hijo de Dios permanecerá en la cruz hasta su muerte.
Las preguntas son inevitables: ¿Cómo es posible creer en un Dios crucificado por los hombres? ¿Nos damos cuenta de lo que estamos diciendo? ¿Qué hace Dios en una cruz? ¿Cómo puede subsistir una religión fundada en una concepción tan absurda de Dios?
Un “Dios crucificado” constituye una revolución y un escándalo que nos obliga a cuestionar todas las ideas que los humanos nos hacemos de un Dios al que supuestamente conocemos. El Crucificado no tiene el rostro ni los rasgos que las religiones atribuyen al Ser Supremo.

El “Dios crucificado” no es un ser omnipotente y majestuoso, inmutable y feliz, ajeno al sufrimiento de los humanos, sino un Dios impotente y humillado que sufre con nosotros el dolor, la angustia y hasta la misma muerte. Con la Cruz, o termina nuestra fe en Dios, o nos abrimos a una comprensión nueva y sorprendente de un Dios que, encarnado en nuestro sufrimiento, nos ama de manera increíble.

Ante el Crucificado empezamos a intuir que Dios, en su último misterio, es alguien que sufre con nosotros. Nuestra miseria le afecta. Nuestro sufrimiento le salpica. No existe un Dios cuya vida transcurre, por decirlo así, al margen de nuestras penas, lágrimas y desgracias. Él está en todos los Calvarios de nuestro mundo.

Este “Dios crucificado” no permite una fe frívola y egoísta en un Dios omnipotente al servicio de nuestros caprichos y pretensiones. Este Dios nos pone mirando hacia el sufrimiento, el abandono y el desamparo de tantas víctimas de la injusticia y de las desgracias. Con este Dios nos encontramos cuando nos acercamos al sufrimiento de cualquier crucificado.

Los cristianos seguimos dando toda clase de rodeos para no toparnos con el “Dios crucificado”. Hemos aprendido, incluso, a levantar nuestra mirada hacia la Cruz del Señor, desviándola de los crucificados que están ante nuestros ojos. Sin embargo, la manera más auténtica de celebrar la Pasión del Señor es reavivar nuestra compasión. Sin esto, se diluye nuestra fe en el “Dios crucificado” y se abre la puerta a toda clase de manipulaciones. Que nuestro beso al Crucificado nos ponga siempre mirando hacia quienes, cerca o lejos de nosotros, viven sufriendo. JAP


Señor, Gracias porque no me dejas solo en el largo camino

“Me Guiará por Sendas de Justicia por amor de Su Nombre” Salmo 23

Caminaba con mi mascota en un día alegre y lleno de color. Mi perro parecía entender mi alegría matutina y se unía en un armonioso dueto conmigo mientras saltaba moviendo su cola. Yo sabía a dónde me dirigía, pero mi perro tenía su propio destino.

Con mucha frecuencia quería tomar su sendero pero la cuerda que lo sujeta a mi mano lo detenía. Cada vez que su cuello sentía el correaje impidiendo su propio destino, era como una orden silenciosa que le advertía que su amo tenía un propósito. Ese día reflexioné mientras miraba a mi perro, que Dios me guía con propósito a pesar de mis desatinadas andanzas errantes.

Guiar en el Salmo 23 viene de la palabra hebrea Nachaw la cual significa: Gobernar y traer en dirección. Dios me gobierna hoy y en su gobierno me lleva con dirección determinada. Es por Sendas de Justicia.

Senderos de justicia implica: Pista, Curso. Justicia: Lo que es correcto, normal, en Victoria, prosperidad. Eso determina el propósito. Dios es Dios de Propósito.

Propósito es un indicativo de que una persona sabe a dónde va y porque hace lo que hace. Dios es Dios de Propósito. No solo me guía… sino que me guía por senderos de justicia. Dios no inventa caminos… el tiene caminos. “Mostró a Moisés sus caminos”.

Y esto lo hace por amor a su Nombre, Su nombre es sobre todo Nombre. A su nombre implica: Su reputación, Su fama, Su Gloria. El endoso de su dirección es Su Nombre. La reputación de él dice, que nunca ha abandonado a nadie. El respaldo que da, a dónde y cómo me lleva es la calidad de su nombre. Hoy, Dios me guiará con su propósito.

Señor, Gracias por qué no me dejas solo en el largo camino de la vida. Tu propósito es claro y definido. Tu nombre es mi respaldo y en eso descansaré y decido hoy caminar a tu lado de acuerdo a tu propósito. Amén. SCG


Ante el Crucificado

Detenido por las fuerzas de seguridad del Templo, Jesús no tiene ya duda alguna; el Padre no ha escuchado sus deseos de seguir viviendo; sus discípulos huyen buscando su propia seguridad. Está solo. Sus proyectos se desvanecen. Le espera la ejecución.

El silencio de Jesús durante sus últimas horas es sobrecogedor. Sin embargo, los evangelistas han recogido algunas palabras suyas en la cruz. Son muy breves, pero a las primeras generaciones cristianas les ayudaban a recordar con amor y agradecimiento a Jesús crucificado.

Lucas ha recogido las que dice mientras está siendo crucificado. Entre estremecimientos y gritos de dolor, logra pronunciar unas palabras que descubren lo que hay en su corazón: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen». Así es Jesús. Ha pedido a los suyos «amar a sus enemigos» y «rogar por sus perseguidores». Ahora es él mismo quien muere perdonando. Convierte su crucifixión en perdón. Esta petición al Padre por los que lo están crucificando lo hemos de escuchar como el gesto sublime que nos revela la misericordia y el perdón insondable de Dios. Esta es la gran herencia de Jesús a la Humanidad: No desconfiéis nunca de Dios. Su misericordia no tiene fin.

Marcos recoge un grito dramático del crucificado: «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?». Estas palabras pronunciadas en medio de la soledad y el abandono más total son de una sinceridad abrumadora. Jesús siente que su Padre querido lo está abandonando. ¿Por qué? Jesús se queja de su silencio. ¿Dónde está? ¿Por qué se calla?

Este grito de Jesús, identificado con todas las víctimas de la historia, pidiendo a Dios alguna explicación a tanta injusticia, abandono y sufrimiento, queda en labios del crucificado reclamando una respuesta de Dios más allá de la muerte: Dios nuestro, ¿por qué nos abandonas? ¿No vas a responder nunca a los gritos y quejidos de los inocentes?

Lucas recoge una última palabra de Jesús. A pesar de su angustia mortal, Jesús mantiene hasta el final su confianza en el Padre. Sus palabras son ahora casi un susurro: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu». Nada ni nadie lo ha podido separar de él. El Padre ha estado animando con su Espíritu toda su vida. Terminada su misión, Jesús lo deja todo en sus manos. El Padre romperá su silencio y lo resucitará.

Esta semana santa, vamos a celebrar en nuestras comunidades cristianas la pasión y la muerte del Señor. También podremos meditar en silencio ante Jesús crucificado ahondando en las palabras que él mismo pronunció durante su agonía. JAP


El signo de los Sacramentos

Signo: Materia y Forma

Dios – que conoce la naturaleza humana – quiso comunicar su gracia de manera sensible para que al hombre le fuera más fácil entender. También Jesucristo quiso utilizar signos sensibles que demostraran la acción invisible del Espíritu Santo, utilizando elementos materiales y comunes a la vida diaria de los hombres.

Estos elementos materiales no fueron escogidos arbitrariamente, sino que llevan el significado de lo que desean obtener sobrenaturalmente y que unidos a unas palabras se lograra un efecto santificador. Ejemplo: el agua nos hace pensar en limpieza. En el Bautismo se utiliza el agua como señal de toda mancha de pecado que pudiera existir en el alma y que impide la santificación.

Estos signos son algo que implican un significado que demuestra otra cosa – la gracia -, al ser sensibles, se perciben por los sentidos. Existe una diferencia entre “signo” y “símbolo”. “Signo” es algo qué “está ocurriendo” en ese momento, existe una relación natural. La sonrisa de una persona, es signo de una alegría interior. El “símbolo” es algo que representa otra cosa. Aquí la relación es convencional. La bandera es un símbolo de un país, pero no es el país.

A estos elementos materiales los denominamos “materia” y las palabras que la acompañan son la “forma”. La materia y la forma son elementos constitutivos de los sacramentos y son la esencia misma de cada uno de ellos. Ambas son inseparables, significan una sola acción. Si falta la forma, no hay sacramento, si falta la materia, tampoco. La Iglesia, en su calidad de custodia de estos medios de salvación, no puede variar la esencia misma, solamente puede cambiar el rito. (Cfr. Ef. 5, 26; Hechos 6, 6; Sant. 5, 14).

La Materia es la “cosa sensible” ”lo que se realiza” que se emplea cuando se administran y que se percibe a través de los sentidos. Por ejemplo el agua en el Bautismo, el pan y el vino en la Eucaristía. Esa cosa sensible y unida a la forma es “signo” de otra cosa, la “gracia”.

La Forma son las palabras que se pronuncian, guardan una relación con la materia y ambas le dan sentido completo a la acción, que allí se está llevando a cabo. Ejemplo de palabras: “Yo te bautizo en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo”, dichas mientras se derrama el agua sobre el bautizado. CCdeD


Hoy… El Señor está conmigo

Habitaré y andaré entre ellos; y seré su Dios, y ellos serán mi pueblo. 2 Corintios 6:16.

Aquí hay reciprocidad de intereses. Ambos se pertenecen mutuamente. Dios es la porción de su pueblo, y el pueblo escogido es la porción de Dios. Los santos encuentran en Dios su principal posesión, y Él los considera como su más rico tesoro. ¡Qué manantial de consuelo encierra esta verdad para todo creyente!

A esta reciprocidad de intereses se añade una reciprocidad de sentimientos. Dios siempre pensará en su pueblo, y su pueblo pensará en Él. Hoy el Señor lo hará todo por mí. ¿Qué podré hacer yo por Él? Mis pensamientos deben volar hacia Él en todo tiempo, porque sus pensamientos están en mí. Debo estar cierto de que así es, y no contentarme de que así debe ser. Hay, además, una comunión mutua. Dios está en nosotros y nosotros en Él; Él anda con nosotros, y nosotros andamos en Él.

¡Qué comunión tan gozosa! ¡Pudiera yo tratar al Señor como a mi Dios, confiando en Él y sirviéndole como se merece! ¡Oh, quién pudiera amar, honrar, adorar y obedecer a Dios en espíritu y en verdad! Tal es el deseo de mi corazón. Cuando lo consiga, habré hallado el cielo.

Hoy es una oportunidad cristalina de comprender como la compañía de Dios me sostiene.

¡Señor, ayúdame! ¡Sé mi Dios, enseñándome a conocerte como mi Dios por el amor de Jesucristo! Amén. ChS


El Perdón en el Amor

En el transcurso del tiempo, en la vida de pareja pueden ir surgiendo diversos acontecimientos y hechos que pueden ir dañando la relación, es aquí donde nos vamos encontrando con el tema del perdón, que muchas veces resulta ser todo un reto, pero como bien indica el refrán: “a mucho amor, mucho perdón”.

En el matrimonio se suele ser más exigente en el ámbito emocional con la pareja que con el resto de las personas y esto se debe sencillamente a que solemos tener expectativas altas de esa persona a la que amamos, a la que le entregamos nuestra confianza y nuestra vida. Pensemos en una persona que nos encontramos en el supermercado y se muestra intolerante e incluso un tanto agresiva, seguramente al salir del lugar y haber pasado unas horas no pasará de un momento incomodo; en cambio si esta misma actitud surge de nuestra pareja en alguna ocasión, no tiene los mismos efectos, nos vemos más “afectados” en cuanto a intensidad y tiempo. Como bien anotaba William Blake, “es más fácil perdonar a un enemigo que a un amigo” y yo añadiría que es más fácil perdonar a un amigo que a la pareja en muchas de las veces.

Ante el panorama de que se pueden ir generando heridas a lo largo de la relación, incluso muchas veces sin la intención directa de causar daño, vamos percibiendo que el perdón es un tema fundamental en el amor, tanto así que “el que es incapaz de perdonar es incapaz de amar” indicaría Martin Luther King. El perdón es una manifestación del amor, Reinhold Niebuhr mencionaría incluso que “el perdón es la forma definitiva del amor”.

No puede ignorarse y dejar de lado que el perdonar, pocas veces resulta ser algo fácil y sencillo, no podemos hacernos como niños de preescolar que simplemente nos damos la mano y el daño ha pasado, ya lo decía Gandhi: “perdonar es el valor de los valientes. Solamente aquel que es bastante fuerte para perdonar una ofensa, sabe amar”. Cuando se ama es cuando más deberíamos perdonarnos y pareciera que es donde menos lo hacemos al ver a parejas que viven con rencor en lugar de reconciliación.

También suele dificultársenos perdonar porque no alcanzamos a comprender bien lo que es el perdón y lo que implica, dejándole al tiempo la esperanza de que cure los sinsabores de nuestra relación. Pero perdonar, aunque sí necesita de tiempo para muchas personas, requiere más que eso; “el perdón es una decisión, no un sentimiento, porque cuando perdonamos no sentimos más la ofensa, no sentimos más rencor”. Para perdonar, principalmente tenemos que querer perdonar, se requiere de la voluntad y la iniciativa de nosotros, el perdonar a alguien, a nuestra pareja, depende de nosotros, no lo podemos delegar a nadie más.

Por otra parte, tiene que quedarnos claro que “perdonar no es olvidar, es recordar sin dolor, sin amargura, sin la herida abierta; perdonar es recordar sin andar cargando eso, sin respirar por la herida, entonces te darás cuenta que has perdonado”. Incluso el perdón en sí mismo no implica reconciliación, pero en la pareja, el llegar a la reconciliación será esencial.

Algo que nos ayudará en el proceso del perdón es el tomar conciencia de que nosotros mismos no somos perfectos, podemos cometer errores y estamos sujetos a encontrarnos en el escenario en el cual nosotros somos los que pedimos perdón. De igual manera el tratar de comprender y entender a la pareja nos facilitará tener el beneficio y la liberación del perdón.

Importantísimo el perdonar para tener una buena relación de pareja, pero más importante el no dañar y causar heridas a la persona que amamos, es por eso que tenemos que hacer todo lo posible para evitar el que lleguemos a la situación de tener que pedir perdón. En palabras de José Ingenieros: “Enseñemos a perdonar; pero enseñemos también a no ofender. Sería más eficiente”. FPD


Lucidez y fidelidad

No le resultó fácil a Jesús mantenerse fiel a la misión recibida de su Padre sin desviarse de su voluntad. Los evangelios recuerdan su lucha interior y las pruebas que tuvo que superar, junto a sus discípulos, a lo largo de su vida.

Los maestros de la ley lo acosaban con preguntas capciosas para someterlo al orden establecido, olvidando al Espíritu, que lo impulsaba a curar incluso en sábado. Los fariseos le pedían que dejara de aliviar el sufrimiento de la gente y realizara algo más espectacular, «un signo del cielo», de proporciones cósmicas, con el que Dios lo confirmara ante todos.

Las tentaciones le venían incluso de sus discípulos más queridos. Santiago y Juan le pedían que se olvidara de los últimos y pensara más en reservarles a ellos los puestos de más honor y poder. Pedro le reprende porque pone en riesgo su vida y puede terminar ejecutado.

Sufría Jesús y sufrían también sus discípulos. Nada era fácil ni claro. Todos tenían que buscar la voluntad del Padre superando pruebas y tentaciones de diverso género. Pocas horas antes de ser detenido por las fuerzas de seguridad del templo, Jesús les dice así: «Vosotros sois los que habéis perseverado conmigo en mis pruebas» (Lucas 22,28).

El episodio conocido como las «tentaciones de Jesús» es un relato en el que se reagrupan y resumen las tentaciones que hubo de superar Jesús a lo largo de su vida. Aunque vive movido por el Espíritu recibido en el Jordán, nada le dispensa de sentirse atraído hacia formas falsas de mesianismo.

¿Ha de pensar en su propio interés o escuchar la voluntad del Padre? ¿Ha de imponer su poder de Mesías o ponerse al servicio de quienes lo necesitan? ¿Ha de buscar su propia gloria o manifestar la compasión de Dios hacia los que sufren? ¿Ha de evitar riesgos y eludir la crucifixión o entregarse a su misión confiando en el Padre?

El relato de las tentaciones de Jesús fue recogido en los evangelios para alertar a sus seguidores. Hemos de ser lúcidos. El Espíritu de Jesús está vivo en su Iglesia, pero los cristianos no estamos libres de falsear una y otra vez nuestra identidad cayendo en múltiples tentaciones.

Para seguir a Jesús con fidelidad hemos de identificar las tentaciones que tenemos los cristianos de hoy: la jerarquía y el pueblo; los dirigentes religiosos y los fieles. Una Iglesia que no es consciente de sus tentaciones pronto falseará su identidad y su misión. ¿No nos está sucediendo algo de esto? ¿No necesitamos más lucidez y vigilancia para no caer en la infidelidad? JAP


La forja de una vocación

Juan Pablo II ha sido, sin lugar a dudas -así lo han reconocido hasta sus más acérrimos detractores-, la figura más colosal y carismática del final del segundo milenio. Junto a ser guía espiritual de más de mil millones de católicos, se convirtió enseguida en el más vigoroso defensor de la justicia social y de los derechos humanos de todo el mundo contemporáneo. En su largo pontificado demostró una prodigiosa capacidad para conciliar fidelidad y creatividad, prudencia e ingenio, paciencia y audacia. Apoyado en su prestigio y autoridad moral como pontífice, se reveló también como un diplomático de inmensa envergadura e influencia mundial. Fue, además, protagonista de descollantes realizaciones intelectuales, así como de un innegable carisma ante la gente joven.

Muchos se preguntan con frecuencia de dónde vinieron a Juan Pablo II esas indiscutibles cualidades personales. ¿Cómo surgió este hombre? ¿Cómo se forjó una personalidad tan extraordinaria? ¿Qué hay en la biografía de Juan Pablo II que le permitió prepararse de un modo tan sobresaliente para ejercer su misión como cabeza de la Iglesia católica en una encrucijada tan difícil de su historia?

Si unos grandes expertos se plantearan preparar un líder mundial a partir de un chico joven, seguramente pensarían en una educación de élite, con unas condiciones cuidadosamente preparadas para facilitar en todo lo posible su formación académica, intelectual y humana. Sin embargo, en la biografía del joven Karol Wojtyla no hay nada de eso. Apenas aparecen momentos de facilidad. Su infancia y su juventud están marcadas por la tragedia, la pobreza y la dificultad. ¿Qué había, entonces, distinto a otros? ¿Por qué esas difíciles circunstancias no le hundieron, sino que curtieron su personalidad y le prepararon para ser un hombre tan extraordinario? ¿Cuál fue su actitud ante los obstáculos que encontró en su vida?

La biografía de Karol Wojtyla es una prueba de que el hombre, sean cuales sean las circunstancias en que viva, puede elevarse por encima de sus condicionamientos personales, familiares o sociales. Su madre fallece cuando él aún no ha cumplido nueve años. Cuando tiene doce, fallece Edmund, su único hermano. Quedan solos él y su padre. Karol es terriblemente pobre. Asiste a sus clases vestido con unos pantalones de tela burda y una arrugada chaqueta negra, la única que tiene. Logra estudiar en la Universidad de Jagellón gracias a las excelentes calificaciones que ha obtenido en el instituto. Aquel curso, Karol se matricula de dieciséis asignaturas, asiste regularmente a cursos y conferencias sobre temas muy variados, se dedica durante meses a estudiar francés, participa en una escuela de arte dramático, en un círculo intelectual y en varias asociaciones literarias y estudiantiles más. También escribe de forma inagotable. Desarrolla una actividad con la que resulta difícil imaginar cuándo come y duerme. Permanece despierto gran parte de la noche en su casa, en el pequeño sótano de la calle Tyniecka, ya que las horas del día, las llena el trabajo académico y todas esas actividades ajenas a los estudios, que también ocupan parte de la noche.

Aun siendo duro, aquello va marchando. Pero, de pronto, todo salta por los aires con el comienzo de la Segunda Guerra Mundial y la invasión de Polonia por los nazis. A las pocas semanas del inicio de la ocupación, el mando nazi impone una obligación de trabajo público que no es otra cosa que trabajo forzoso. Karol empieza a trabajar en una fábrica que la Solvay tiene cerca de las canteras de Zakrzówek. Allí se arrancan grandes bloques de piedras calizas por medio de cargas explosivas. Sus primeros trabajos consisten en tender raíles y hacer de guardafrenos. El invierno resulta de una dureza extraordinaria aquel año. Pierde peso rápidamente y siente frío en los huesos y agotamiento de manera casi constante. Un día especialmente frío, encuentra muerto a su padre al llegar a casa. Karol aún no ha cumplido veintiún años. Pasa la noche rezando de rodillas ante el cadáver. La muerte de su padre, junto con el hecho de no haber podido estar con él cuando falleció, es el golpe más fuerte y dramático que sufre en su vida. A partir de entonces, va al cementerio todos los días al salir de trabajar de la cantera, cruzando Cracovia de parte a parte, para rezar ante su tumba. Sus amigos están preocupados, viendo su sufrimiento, pensando que quizá no supere aquel golpe.

—¿Y cómo surge su vocación?

Karol asiste a unos círculos de formación espiritual para jóvenes organizados por los salesianos en la parroquia de Debniki, cerca de su casa, y allí conoce a un hombre llamado Jan Tyranowski, que abre a Karol unos nuevos horizontes espirituales y humanos. Aquel hombre, que no es sacerdote, sino un sastre de unos cuarenta años, es un auténtico maestro y trabaja las almas de aquellos chicos con una gracia muy particular. Su palabra, en conversaciones personales o en aquellos círculos, va calando hondamente en cada uno de ellos, “liberando en nosotros -son palabras de Karol, años después- la profundidad oculta de una enormidad de recursos y posibilidades que hasta entonces, trémulamente, habíamos evitado”. Karol charla cada semana con Jan Tyranowski, normalmente en el modesto y abarrotado piso del sastre, además de verse en los encuentros en grupo. En aquellas conversaciones, Karol va comentando el resultado de sus esfuerzos personales por mejorar en los puntos que se tratan en las reuniones. Tyranowski sabe la importancia de esa disciplina ascética para la formación de una persona. A medida que la amistad entre ambos va creciendo, pasean con frecuencia, se visitan en sus respectivos domicilios y pasan largos ratos leyendo y hablando.

Un amigo suyo, que asiste con él a aquellos círculos, asegurará tiempo después que “fue la influencia de Jan Tyranowski la que le ayudó a recuperar el equilibrio”; y añade que, “de no haber sido por Tyranowski, Karol no sería sacerdote, y yo tampoco; no quiero decir que nos empujara: sencillamente, nos abrió un camino nuevo”. Sin embargo, la decisión del sacerdocio aún tardará año y medio en madurar en el corazón y en la mente de Karol. Años después, recordará “con orgullo y gratitud el hecho de que me fue concedido ser trabajador manual durante cuatro años; durante ese tiempo surgieron en mí luces referentes a los problemas más importantes de mi vida, y el camino de mi vocación quedó decidido..., como un hecho interior de claridad indiscutible y absoluta”.

La oración constante es lo que permite a Karol salir adelante, tanto en su vida espiritual como emocional, en medio de su dura vida de trabajo. Reza cada día en la iglesia de Debniki antes de ir al trabajo, reza en la fábrica, reza en una antigua iglesia de madera cerca de la fábrica, y cuando se dirige cada día al cementerio, después de trabajar, reza ante la tumba de su padre, y después reza en su casa. La mayoría de sus compañeros de trabajo, que conocen cómo es su vida en medio de aquella persecución religiosa, le miran con respeto, admiración y afecto. Stefania Koscielniakowa, que trabaja en la cocina de la planta, queda muy impresionada cuando el supervisor le señala en una ocasión a Karol y le dice: “Este chico reza a Dios, es un chico culto, tiene mucho talento, escribe poesía...; no tiene madre, ni padre...; es muy pobre..., dale una rebanada de pan más grande porque lo que le damos aquí es lo único que come”.

Una tarde de septiembre de 1942, después de ensayar una obra de teatro de Norwid, Karol habla con Kotlarczyk -que es el alma del grupo teatral, y con el que ahora comparte piso después de la muerte de su padre-, y le explica que piensa ingresar en un seminario clandestino porque quiere ser sacerdote. Kotlarczyk pasa varias horas intentando disuadirle de su propósito. Invoca la santidad del arte como gran misión, recuerda a Karol la advertencia del Evangelio contra el desperdicio del talento y le suplica que aplace su decisión. Sin embargo, Karol se mantiene firme y, al mes siguiente, comienza sus estudios sacerdotales. Las clases son individuales y se dan en lugares secretos. La mayoría de los alumnos no saben de la existencia de los demás seminaristas hasta el final de la guerra. La vida externa de Karol apenas cambia: continúa trabajando en la Solvay y cumple sus compromisos con la compañía de teatro durante seis meses. La diferencia es que, ahora, a sus anteriores obligaciones se añade la de estudiar en el seminario clandestino, lo cual supone, además, un gran riesgo. Ser detenido como seminarista secreto significa la muerte en un campo de concentración, como de hecho sucede a no pocos seminaristas polacos.

El 29 de febrero de 1944, cuando un cierto optimismo se extiende en Polonia porque parece acercarse el final de la guerra, Karol sufre un grave accidente al volver del trabajo. Un pesado camión del ejército alemán cargado con unos tablones le golpea al pasar. Queda tendido en el suelo con una fuerte conmoción cerebral. Una señora que pasa por allí le lava un poco con agua de una zanja, paran a otro camión y es trasladado a un hospital, donde pasa quince días ingresado y varias semanas más de convalecencia.

El 6 de agosto llega el llamado Domingo Negro, en que el mando alemán, temeroso de una sublevación en Cracovia, hace una gigantesca redada por toda la ciudad. Cuando irrumpen en la casa de Karol, este permanece en su cuarto, arrodillado y rezando en silencio, e inexplicablemente los soldados no entran en esas habitaciones.

Con el final de la guerra, el seminario deja de ser secreto. Karol culmina con gran brillantez sus estudios y es ordenado sacerdote. Cincuenta años después, es un Papa que, a pesar de su ancianidad y su falta de salud, sigue desplegando una actividad infatigable y valiente. Desde el principio, las circunstancias del ambiente parecían confabularse para impedir su avance en el camino de entrega a Dios. Pero también eran condicionantes que hacían madurar y curtir su vocación. Así supo asumirlos Karol, y así preparó Dios su alma para los altos designios que le tenía preparados, pero que, como sucede siempre, son designios que quedan, en buena medida, a merced de la libertad humana.

—Es todo un testimonio de cómo sacar adelante una vocación en medio de mil dificultades.

Puede servir para aquellos que asocian la idea de vocación con un entorno de facilidad donde abrirse camino. La realidad es que, cuando se analiza la vida de las grandes figuras de la historia de la Iglesia, nos encontramos con que muchas de ellas, si no todas, han pasado por serias dificultades interiores o exteriores para sacar adelante su vocación.

En el año 1765, un joven austriaco llamado Hansl Hofbauer quiere ser sacerdote. Tiene catorce años. Desgraciadamente, al ser huérfano y de familia pobre, tiene pocas posibilidades de seguir los estudios necesarios. Comienza por hacerlos acudiendo a diario a la casa parroquial, pero aquello acaba al poco tiempo de modo repentino con la muerte del párroco. El nuevo párroco no encuentra tiempo para ayudarle en sus estudios y el chico se ve en la necesidad de trabajar como aprendiz en la panadería de un convento. El superior del convento comprueba la valía y la abnegación del chico atendiendo a la gente necesitada que acude por allí, y le ayuda a retomar sus estudios para el sacerdocio. Sin embargo, pronto fallece el superior, y el joven candidato queda de nuevo desamparado. A los diecinueve años, decide hacerse ermitaño, pero a los pocos meses comprende que aquel no es su camino. Intenta después ingresar en el noviciado de los Padres Blancos de Kloster Bruck, pero el emperador ha prohibido que este monasterio premonstratense admita nuevos novicios. Una vez más, se le cierran las puertas al sacerdocio.

Cuando tiene ya casi treinta años, un día acude en auxilio de dos señoras en medio de un aguacero. Aquel favor conmueve a aquellas mujeres que, al enterarse que Hansl desea ser sacerdote pero no puede costearse los estudios, se encargan de sufragar los gastos. Y así, a los treinta y cuatro años, logra llegar al sacerdocio después de cinco intentos fallidos a lo largo de más de veinte años. Ingresa por entonces en la comunidad redentorista, tomando el nombre de Clemente, y en las décadas siguientes da un enorme impulso a la congregación en toda Polonia y, luego, en Austria. Cuando fallece, con casi setenta años, su fama de santidad se extiende por toda Europa. Si no hubiera superado con tenacidad las numerosas dificultades que tuvo para llegar a ser sacerdote, y las muchas otras que vinieron después en el ejercicio de su ministerio, hoy la Iglesia no contaría con la figura de San Clemente Hofbauer, cuya fecundidad apostólica fue tan notable que es considerado como el segundo fundador de los Redentoristas.

Unos pocos años antes, en 1731, en Nápoles, una chica joven trabaja muchas horas diarias en el taller de hilados de su padre y demuestra también una notoria vida de piedad. Rinde en el trabajo más que sus compañeras y, a la vez, dedica mucho tiempo a la oración y a dar catequesis a niños pobres. Como es muy hermosa, su padre le concierta un ventajoso matrimonio con un chico de clase alta. Pero María Francisca le dice que ella ha prometido a Dios dedicarse a la vida espiritual y a ayudar a las almas. Entonces, su padre estalla en cólera, le da violentos azotes y la encierra en su habitación a pan y agua por varios días. Su madre logra que un padre franciscano vaya a la casa y convenza al furibundo padre para que deje libertad a su hija a la hora de escoger su futuro. El religioso lo logra y María Francisca, con dieciséis años, toma el hábito de Terciaria Franciscana. Sigue viviendo en su casa y, como demuestra un gran discernimiento de las conciencias y un extraordinario don de consejo, su padre quiere explotar económicamente las cualidades de su hija cobrando las numerosas consultas que recibe. Ella se niega, y de nuevo su padre la castiga ferozmente. Tiene que defenderse acudiendo al juez y, finalmente, se ve obligada a dejar la casa de sus padres. Pero resiste a todas esas dificultades y, hasta su muerte, pasa casi sesenta años de vida religiosa atendiendo a gentes venidas desde los lugares más recónditos a pedir su consejo. Recibió muchas gracias extraordinarias de Dios y hoy Santa María Francisca es venerada por millones de personas en todo el mundo. Nada de esto habría sido posible sin su fortaleza ante los obstáculos que encontró para defender su vocación. AA


El Único que no condena

Tampoco yo te condeno.

Siempre me ha sorprendido la actuación de Jesús, radicalmente exigente al anunciar su mensaje, pero increíblemente comprensivo al juzgar la actuación concreta de las personas. Tal vez, el caso más expresivo es su comportamiento ante el adulterio. Jesús habla de manera tan radical al exponer las exigencias del matrimonio indisoluble, que los discípulos opinan que, en tal caso, «no trae cuenta casarse». Y, sin embargo, cuando todos quieren apedrear a una mujer sorprendida en adulterio, es Jesús el único que no la condena.

Así es Jesús. Por fin ha existido alguien sobre la tierra que no se ha dejado condicionar por ninguna ley y ningún poder. Alguien grande y magnánimo que nunca odió, ni condenó ni devolvió mal por mal. Alguien a quien se mató porque los hombres no pueden soportar el escándalo de tanta bondad.

Sin embargo, quien conoce cuánta oscuridad reina en el ser humano y lo fácil que es condenar a otros para asegurarse la propia tranquilidad, sabe muy bien que en esa actitud de comprensión y de perdón que adopta Jesús, incluso contra lo que prescribe la ley, hay más verdad que en todas nuestras condenas estrechas y resentidas.

El creyente descubre, además, en esa actitud de Jesús el rostro verdadero de Dios y escucha un mensaje de salvación que se puede resumir así: «Cuando no tengas a nadie que te comprenda, cuando los hombres te condenen, cuando te sientas perdido y no sepas a quien acudir, has de saber que Dios es tu amigo. Él está de tu parte. Dios comprende tu debilidad y hasta tu pecado».

Ésa es la mejor noticia que podíamos escuchar los hombres. Frente a la incomprensión, los enjuiciamientos y las condenas fáciles de las gentes, el ser humano siempre podrá esperar en la misericordia y el amor insondable de Dios. Allí donde se acaba la comprensión de hombres, sigue firme la comprensión infinita de Dios.

Esto significa que, en todas las situaciones de la vida, en toda confusión, en toda angustia, siempre hay salida. Todo puede convertirse en gracia. Nadie puede impedirnos vivir apoyados en el amor y la fidelidad de Dios.

Por fuera, las cosas no cambian. Los problemas y conflictos siguen ahí con toda su crudeza. Las amenazas no desaparecen. Hay que seguir sobrellevando las cargas de la vida. Pero hay algo que lo cambia todo: la convicción de que nada ni nadie nos podrá separar del amor de Dios.


Todos necesitamos perdón

Según su costumbre, Jesús ha pasado la noche a solas con su Padre querido en el Monte de los Olivos. Comienza el nuevo día, lleno del Espíritu de Dios que lo envía a “proclamar la liberación de los cautivos […] y dar libertad a los oprimidos”. Pronto se verá rodeado por un gentío que acude a la explanada del templo para escucharlo.

De pronto, un grupo de escribas y fariseos irrumpe trayendo a “una mujer sorprendida en adulterio”. No les preocupa el destino terrible de la mujer. Nadie le interroga de nada. Está ya condenada. Los acusadores lo dejan muy claro: “En la Ley de Moisés se manda apedrear a las adúlteras. Tú, ¿Qué dices?”

La situación es dramática: los fariseos están tensos, la mujer, angustiada; la gente, expectante. Jesús guarda un silencio sorprendente. Tiene ante sí a aquella mujer humillada, condenada por todos. Pronto será ejecutada. ¿Es esta la última palabra de Dios sobre esta hija suya?

Jesús, que está sentado, se inclina hacia el suelo y comienza a escribir algunos trazos en tierra. Seguramente busca luz. Los acusadores le piden una respuesta en nombre de la Ley. Él les responderá desde su experiencia de la misericordia de Dios: aquella mujer y sus acusadores, todos ellos, están necesitados del perdón de Dios.

Los acusadores sólo están pensando en el pecado de la mujer y en la condena de la Ley. Jesús cambiará la perspectiva. Pondrá a los acusadores ante su propio pecado. Ante Dios, todos han de reconocerse pecadores. Todos necesitamos su perdón.

Como le siguen insistiendo cada vez más, Jesús se incorpora y les dice: “Aquel de vosotros que no tenga pecado puede tirarle la primera piedra”. ¿Quiénes sois vosotros para condenar a muerte a esa mujer, olvidando vuestros propios pecados y vuestra necesidad del perdón y de la misericordia de Dios?

Los acusadores se van retirando uno tras otro. Jesús apunta hacia una convivencia donde la pena de muerte no puede ser la última palabra sobre un ser humano. Más adelante, Jesús dirá solemnemente: “Yo no he venido para juzgar al mundo, sino para salvarlo”.

El diálogo de Jesús con la mujer arroja nueva luz sobre su actuación. Los acusadores se han retirado, pero la mujer no se ha movido. Parece que necesita escuchar una última palabra de Jesús. No se siente todavía liberada. Jesús le dice “Tampoco yo te condeno. Vete y, en adelante no peques más”.

Le ofrece su perdón, y, al mismo tiempo, le invita a no pecar más. El perdón de Dios no anula la responsabilidad, sino que exige conversión. Jesús sabe que “Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva”. JAP


Perder o ganar

Era tentado por el demonio.

En la vida no todo es crecer, avanzar o ganar. Hay muchos momentos en que la persona puede conocer la crisis sicológica, la enfermedad física o el oscurecimiento de la luz. Algo se rompe entonces en nosotros. Comenzamos a experimentar la vida como pérdida, límite o disminución. Ya no estamos tan seguros de nada. Ya no hay alegría en nuestro corazón. No somos los mismos.

Podemos entonces rebelarnos y vivir ese momento como algo totalmente negativo que nos hace daño y mutila nuestro ser. Pero lo podemos vivir de otra manera, como un desprendimiento o una pérdida que nos llevará a asentar nuestra vida sobre bases más firmes. Jesús hablaría de una poda necesaria para dar más fruto.

Si sabemos recorrer un itinerario humilde y confiado, «perder» nos puede conducir a «ganar». Hemos de empezar por aceptar nuestra situación. No es bueno negar lo que nos está pasando, ni disimularlo ante nosotros mismos y ante los demás. Es mejor reconocer nuestra limitación y fragilidad. Ese ser frágil e inseguro, poco acostumbrado a sufrir, también soy yo.

La crisis nos obliga a preguntarnos por nuestras raíces: ¿Cuál es la verdad última que nos motiva e inspira?, ¿Dónde se apoya realmente nuestra vida? Hay una verdad rutinaria que nos mantiene en el día a día, pero hay una verdad más honda que, tal vez, sólo emerge en nosotros en momentos de crisis y debilidad.

El creyente vive este proceso como una experiencia de salvación. Ahí está Dios sanando nuestro ser. Y el mejor signo de su presencia salvadora es esa alegría interior humilde que poco a poco se puede ir despertando en nosotros. Una alegría que nace del centro de la persona cuando se abre a la luz de Dios.

Tal vez estas experiencias nos pueden ayudar a entender ese lenguaje difícil de Jesús que, en contra de toda lógica de apropiación y seguridad, propone la desapropiación y la pérdida como camino hacia una vida más plena: «El que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se aborrece en este mundo, se guarda para la vida eterna». El relato evangélico nos presenta a Jesús como el hombre que, en el momento de la tentación o la crisis, sabe «perder» para «ganar» la vida.


Trabaje y viva…

Papá era un hombre trabajador que entregaba pan como forma de sostener a su esposa y tres hijos. Invertía sus noches, después del trabajo asistiendo a clases, esperando mejorar y así hallar un mejor empleo algún día. Excepto por los domingos, Papá casi no comía con su familia. Trabajaba y estudiaba muy duro porque quería proveerle a su familia lo mejor que el dinero pudiese comprar. Cuando la familia se quejaba que no invertía suficiente tiempo con ellos, él razonaba que estaba haciendo todo eso por ellos. Sin embargo, a menudo añoraba invertir más tiempo con su familia.

Llegó el día en que se anunciaron los resultados de los exámenes. Para su gozo, Papá pasó ¡y de manera sobresaliente! Pronto después de eso, se le ofreció un buen empleo como supervisor en que le pagaban muy bien. Como un sueño hecho realidad, Papá ahora podía darse el lujo de darle a su familia algunos lujitos como buena ropa, buena comida y vacaciones fuera del país. Sin embargo, la familia siguió sin poder ver al padre la mayor parte de la semana. Continuó trabajando muy duro, esperando ser promovido a la posición de gerente. De hecho, para aumentar sus créditos como candidato a la promoción, se matriculó en otro curso en la universidad abierta. Una vez más, cuando la familia se quejaba que no gastaba suficiente tiempo con ellos, razonaba que lo hacía todo por ellos. Pero él seguía añorando pasar más tiempo con su familia.

El trabajo duro de Papá rindió fruto y fue promovido. Jubiloso, decidió emplear a una criada que ayudase a su esposa con las labores domésticas. También sintió que su casa de tres habitaciones no era lo suficientemente grande, sería bueno para su familia poder disfrutar las facilidades y comodidad de un condominio. Habiendo experimentado las recompensas de su duro trabajo anteriormente, Papá decidió continuar sus estudios y trabajar para ser promovido nuevamente y la familia siguió sin poder ver mucho de él. De hecho, a veces Papá tenía que trabajar los domingos para atender clientes. De nuevo, cada vez que la familia se quejaba de que no gastaba suficiente tiempo con ellos, él razonaba que lo hacía todo por ellos. Pero él seguía añorando invertir más tiempo con su familia.

Como se esperaba, el trabajo duro de Papá volvió a pagar dividendos y se compró un hermoso condominio que miraba la costa de Singapur. La primera noche de domingo en su nuevo hogar, Papá declaró a su familia que había decidido no tomar más cursos o buscar nuevas promociones y que, a partir de ese momento, iba a dedicarle más tiempo a la familia. Papá no despertó la mañana siguiente.

La historia de hoy halla eco en millones de vidas alrededor del mundo, ¡en especial en occidente! Tal pareciera que nos hubiésemos dejado engañar por el “canto de sirena” que nos promete felicidad en la medida en que escalamos en la carrera ó hacemos crecer el negocio. Si bien aquello no es de ninguna manera algo malo, el dejar de lado las cosas realmente importantes de la vida por lograrlo habrá de resultar, tarde que temprano, en vidas vacías… no sólo las nuestras sino las de aquellos que nos rodean y nos toman como su modelo. Todos tenemos fecha de partida de este mundo—si bien no la conocemos; ¡hagamos el mejor uso de nuestro tiempo de este lado del cielo! Si nos falta sabiduría al respecto, pidámosla a Dios… ¡Quien sabe darla en abundancia y sin reproche! RI


Disfrutaré de este día…

“Este es el día en que el Señor ha actuado: estemos hoy contentos y felices” Salmo 118:24.

Cada vez que sale el sol para algunos es el inicio de una tortura y para otros la puerta a una nueva experiencia. ¿Dónde me encuentro en este día? Para ver torturas solo tengo que mirar a mí alrededor y encontraré suficientes motivos para llorar y angustiarme. Para una puerta de oportunidades solo tengo que mirar más allá de lo que me rodea y entonces veré la dirección de Dios y que todo lo que Él hace incluyendo este día es bueno y agradable delante de sus ojos. Para yo poder disfrutar de lo que bueno que traerá este día como regalo de Dios, necesito primero ser agradecido por todas las bendiciones de ayer. Sí, el ayer fue muy oscuro, sin embargo en medio de la oscuridad sin lugar a dudas pude contemplar algunas estrellas brillantes.

Este es el día el cual el Señor ha hecho y todo lo que Dios hace es bueno en gran manera. El libro de Génesis me lo recuerda cuando en el capítulo 1 y 2 encuentro que cada vez que el Señor hacía algo, la declaración concluyente de la palabra es: Vio Dios que era bueno en gran manera. Pues este día es bueno en gran manera. Hecho por Dios para bendición de sus hijos y manifestación de su amor y cuidado. El mañana está en sus manos. Con este conocimiento hoy descanso en el Señor.

Hoy quiero reconocer su poder y su presencia. Hoy quiero vivir victoriosamente, cada minuto, cada hora, cada momento con la consciencia clara de su magna presencia cerca de mí. Este es el día el cual ha hecho el Señor. Este es el día en que el Señor ha actuado estemos contentos y felices en él. El estar contentos y felices es un requisito para disfrutar en este día El consentimiento viene del Señor para fortalecer nuestra vida. Porque el gozo del Señor es mi fortaleza.

Señor… Dame hoy sabiduría para vivir con un corazón agradecido contemplando todo lo que has hecho por mí. Dame entendimiento y un corazón agradecido. Hoy quiero vivir este día como algo bueno y agradable que has hecho para mí. Quiero hoy regocijarme en todas las oportunidades que me presentas. Nada ni nadie me podrá separar hoy de ti. Jamás quiero contemplar solo lo oscuro de este día e ignorar los bellos atardeceres. Hoy quiero estar contento y feliz, porque me amas y me das bendiciones como el regalo de este nuevo día. Cuando espero y descanso en ti, entonces el gozo que viene de tu trono inunda mi existencia. Amén. SCG


Al final todo tiene que ver con el amor

El Obispo de Phoenix, Estados Unidos, redactó un artículo dedicado a recordar a los fieles las enseñanzas de la Iglesia sobre el Juicio Final, como parte de una serie de escritos sobre las Cuatro Últimas Realidades (Juicio Final, Infierno, Purgatorio y Cielo). Para exponer la forma en que la justicia divina evalúa el estado de las almas en su paso a la eternidad empleó una figura de los Padres de la Iglesia: la imagen del alfarero.

Nuestras vidas son similares a un terrón de arcilla. Nosotros somos formados por las decisiones que tomamos en la vida”, expuso el prelado. “Mientras vivimos, somos arcilla húmeda en la rueca del tiempo. Mientras está todavía húmeda, la arcilla puede ser formada y reformada hasta que se convierte en una hermosa vasija. Sin embargo, una vez que se coloca en el fuego, su forma se fija permanentemente". Esta permanencia de la arcilla en su forma final es una imagen del alma al momento de la muerte.

“Así es con cada uno de nosotros. Una vez que morimos y estamos de pie delante de Dios, nuestra forma fundamental, es decir, nuestra opción 'hacia' Él o 'contra' Él se fija para siempre. El tiempo para elegir lo bueno o lo malo termina con la muerte porque es el tiempo para el juicio”.

Tras expresar con este ejemplo cómo el destino final de las almas se define en el momento de la muerte, Mons. Olmsted explicó que la doctrina católica enseña que serán dos juicios los que enfrenta cada persona. “El Juicio Particular sucede inmediatamente en el momento de la muerte cuando el alma, ahora separada del cuerpo, se para delante de Dios para dar cuenta de lo bueno que se hizo y por los pecados que se cometió", explicó. “El Juicio General, por otra parte, se refiere al final de los tiempos, en la venida de Cristo, cuando todo será revelado, y el Juicio Particular de cada alma será ratificado por todos para ver y entender”.

“La sociedad secular en que vivimos ha perdido contacto con esa realidad eterna llamado juicio. En el mundo de hoy, el pecado es minimizado o declarado de poca importancia”, advirtió el Obispo. “Muchos buscan comodidad en la creencia conveniente de que la mayoría la gente irá al cielo cuando mueran. Olvidar que habrá un juicio muestra que estamos perdiendo contacto con las realidades y las consecuencias de nuestras vidas y la razón de nuestra existencia”.

El Juicio Final da sentido a los sufrimientos y los méritos de la vida presente, recordó el prelado. “Sin embargo, es increíble, muy pocas personas se preparan seriamente para la muerte y el juicio”, se lamentó. “Muchos de nosotros, incluso nosotros, los que amamos a Jesús, nos encontramos persiguiendo las cosas que tienden a consumir nuestra vida cotidiana como carrera, dinero, poder y posesiones, dando la muerte y juicio poca atención. Muerte y juicio, sin embargo, son hechos reales; que van a suceder si estamos preparados para ellos o no”.

Finalmente, Mons. Olmsted recordó que la fe enseña que es el amor lo que determina esta última realidad, siendo ésta la guía de la preparación del alma para su encuentro con Dios. “En el crepúsculo de la vida, Dios no nos juzgará sobre nuestras posesiones terrenales y éxitos humanos, sino en la medida de cuánto hemos amado”, afirmó San Juan de la Cruz, citado por el Obispo. Los Diez Mandamientos están incluidos en los dos mandatos citados como principales por Jesús: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con todo tu espíritu, y a tu prójimo como a ti mismo”.

“Así que, en última instancia, el juicio será simple; al final, todo tiene que ver con el amor. El amor es la única cosa que da sentido a nuestra existencia; el amor es también el fruto de nuestra redención y el amor es el tema en el que todos seremos juzgados. Cuando miramos nuestra vida entera a través del lente de la fe, vemos con claridad por qué Dios nos creó: para amar y ser amado por Él y disfrutar de la felicidad eterna en Su presencia”, explicó. “Por lo tanto, el propósito en la vida es buscar a Cristo, que es Amor. Cuando nos entregamos completamente a Él, encontramos que el amor es una Persona. Si vivimos nuestra vida centrada en el amor de Cristo, entonces nuestra actitud antes del juicio de Dios no será de miedo sino de esperanza sostenida por el amor”.


Diez pasos para alcanzar tus metas

Estos diez pasos lo ayudarán a alcanzar sus metas:

1. Comprométase a alcanzar su objetivo. “Una persona con un compromiso vale cien veces lo que vale una que solo tiene un interés” Mary Crowley.

2. Oblíguese a sí mismo a llevar una contabilidad detallada. Registre sus progresos hacia sus metas cada noche y haga una lista de las seis cosas más importantes que necesita hacer mañana. La disciplina diaria es la clave para alcanzar sus metas.

3. Construya su vida sobre una sólida base de honestidad, carácter, integridad, confianza, amor y lealtad. Esta base le dará un enfoque honesto para alcanzar cualquier meta que usted se hubiera propuesto.

4. Divida sus metas de mediano y largo plazo en etapas.

5. Este preparado a cambiar. Usted no puede controlar el tiempo, la inflación, las tasas de interés, Wall Street, etc. Revise cuidadosamente su decisión de cambiar de meta – pero este dispuesto a cambiar de dirección para llegar allí si las condiciones y las circunstancias se lo exigen.

6. Comparta sus metas de “dejaré de” (por ej. dejar de fumar, de ser rudo, de llegar tarde, de comer mucho, etc.) con mucha gente. De esta manera tendrá las mejores chances de que lo apoyen.

7. Conviértase en un jugador de equipo. Recuerde: Usted podrá obtener todo que desee en la vida si solo ayuda lo suficiente a otras personas a alcanzar lo que ellos quieren.

8. Visualice el triunfo. En su imaginación véase a si mismo recibiendo el diploma, logrando ese trabajo o ascenso, dando esa presentación, mudándose a la casa de sus sueños, alcanzando esa meta de pérdida de peso, etc.

9. Cada vez que alcance una meta su confianza crecerá de manera que usted podrá lograr metas más grandes y mejores. Después de alcanzar cualquier meta, regístrela en su diario, agenda o PC.

10. Recuerde, lo que logre de ganancia por alcanzar sus metas no será tan importante como en lo que usted se convertirá por alcanzarlas – en lo que se convertirá es en el ganador que había dentro de usted desde que nació!


La fuerza de la fe

En el año 304, el emperador Diocleciano prohibió a los cristianos, bajo pena de muerte, tener las Escrituras, construir lugares para el culto o reunirse el domingo para celebrar la Eucaristía. En Abitina, una pequeña localidad de la actual Túnez, cuarenta y nueve cristianos fueron sorprendidos un domingo, reunidos en la casa de Octavio Félix, mientras celebraban la Eucaristía, desafiando las prohibiciones imperiales. Tras ser arrestados, fueron llevados a Cartago e interrogados por el procónsul Anulino.

Fue significativa, entre otras, la respuesta que un cierto Emérito dio al procónsul, que le preguntaba por qué habían transgredido la severa orden del emperador. Respondió: “Sine dominico non possumus”. Es decir, sin reunirnos el domingo para celebrar la Eucaristía, no podemos vivir, nos faltarían las fuerzas para afrontar las dificultades diarias y no sucumbir.
Después de atroces torturas, estos mártires de Abitina murieron heroicamente, pero con ello vencieron, y ahora los recordamos y nos llevan a reflexionar también a nosotros, cristianos del siglo XXI, sobre la Eucaristía y sobre nuestra disposición a dar la cara por nuestra fe.

En el año 320, durante la persecución de Licinio, hubo otro grupo de mártires que se hizo muy popular entre los primeros cristianos: los cuarenta mártires de Sebaste. Estaban enrolados en una legión de guardia de frontera. Los cuarenta eran muy jóvenes, de menos de veinte años. Cuando llegó al campamento la orden de Licinio de que los soldados participaran en los sacrificios idolátricos, ellos rehusaron. Fueron arrestados, atados a una larga cadena y encerrados en la cárcel. La prisión se prolongó mucho tiempo, probablemente porque se aguardaban órdenes superiores, o incluso del mismo emperador. Durante la espera, previendo su fin, los presos escribieron un testamento colectivo que dejó registrados los nombres de cada uno.

Llegada la sentencia de condenación, fueron destinados a morir de frío. Debían estar expuestos desnudos por la noche, en pleno invierno, en un estanque helado y ahí aguardar su fin. El lugar elegido para la ejecución fue un amplio patio delante de las termas de Sebaste. Para aumentar el tormento de las víctimas, se dejó abierta la entrada a las termas, de donde salían chorros de vapor del caldarium. Bastaban pocos pasos para salir de las angustias, renegar de Cristo y recuperar en las termas esa vida que se estaba yendo de sus cuerpos minuto a minuto. El tiempo pasaba y ninguno de los condenados salía del estanque helado. Mientras sufrían aquel frío tan intenso oraban pidiendo a Dios que, ya que eran cuarenta los que habían proclamado su fe en Cristo, fueran también cuarenta los que lograran la gracia del martirio. El vigilante de las termas asistía estupefacto a la escena. De repente, uno de los condenados, extenuado por los espasmos del frío, salió del estanque y se arrastró hacia la puerta iluminada. Al ver esto, el vigilante decidió reemplazarlo completando nuevamente el número de cuarenta: se proclamó cristiano y se arrojó junto a los otros condenados.

—¿Y crees que era necesario morir de esa manera?

Creo que el mundo avanza y sobrevive gracias al testimonio de personas que no se dejan doblegar y saben hacer frente con valentía a los atropellos que se hacen a la dignidad del hombre. Podríamos referirnos de nuevo al ejemplo de Santo Tomás Moro, que en 1534 prefirió ser destituido de todos sus cargos, ver confiscados sus bienes y acabar recluido en la Torre de Londres, antes que aceptar las infamias de Enrique VIII. Allí estuvo encerrado durante quince meses, hasta que fue decapitado, soportando todo tipo de presiones para no ser fiel a lo que Dios, a través de su conciencia, le pedía. Su testimonio de coherencia cristiana hasta el martirio explica que su fama haya crecido incesantemente con el paso de los siglos. Su nombre figura tanto en el martirologio católico como en el anglicano, y su figura es reconocida universalmente, por encima de fronteras nacionales y de confesiones religiosas, como símbolo de integridad y como testimonio heroico de la primacía de la conciencia.

También podríamos recordar el caso de San Estanislao de Polonia, que en el año 1079 tuvo la audacia de censurar al mismísimo rey Boleslao II por sus múltiples inmoralidades. El rey ordenó matarlo y, como sus sicarios no se atrevían a atentar contra una persona tan santa, subió él mismo al altar de la catedral de Cracovia y, mientras celebraba la Santa Misa, lo asesinó con sus propias manos.

—Supongo que no habrá sido en vano el testimonio de tantas muertes en defensa de la fe, pero dan ganas de responder de otra manera ante los atropellos y las injusticias.

Es cierto y, por eso, en muchas ocasiones nos preguntamos por qué razón Dios se queda callado, por qué no hace de inmediato lo que para nosotros resulta quizá evidente. Muchas veces desearíamos que Dios se mostrara más fuerte, que actuara con más contundencia, que derrotara de una vez al mal y creara un mundo mejor.

Sin embargo, cuando pretendemos organizar el mundo adoptando o juzgando el papel de Dios, el resultado es que hacemos entonces un mundo peor. Podemos y debemos influir en que el mundo mejore, pero sin olvidar nunca quién es el Señor de la historia. Porque, como ha señalado Benedicto XVI, nosotros quizá sufrimos ante la paciencia de Dios, pero todos necesitamos de su paciencia. El mundo se salva por el Crucificado y no por los crucificadores. El mundo es redimido por la paciencia de Dios y destruido por la impaciencia de los hombres.

El testimonio de los santos ha tenido un gran peso a lo largo de la historia. Chesterton decía que, a fin de cuentas, todos los siglos han sido salvados por media docena de hombres que supieron ir contra las corrientes de moda en ese siglo. Cada época tiene sus audacias, y cada audacia, un hombre que tiene el valor de vivir contracorriente ante las ofuscaciones y cobardías del momento.

Además, muchas veces, esas persecuciones han sido ocasión de grandes bienes. Si recordamos, por ejemplo, la figura de San Esteban, el primer mártir del cristianismo, vemos que a su asesinato siguió una persecución contra los cristianos, la primera en la historia de la Iglesia, pero aquella persecución, que les obligó a huir de Jerusalén y a dispersarse, les hizo transformarse en misioneros itinerantes, de manera que la persecución, y la consiguiente dispersión, se convirtieron en misión, y el Evangelio se propagó por Samaría, Fenicia y Siria, hasta llegar a la gran ciudad de Antioquía, donde, según cuenta San Lucas, fue anunciado por primera vez también a los paganos.

En todas las épocas y lugares, aunque a primera vista no lo parezca, ha sido difícil vivir la fe o la entrega a Dios. Tampoco es fácil ahora, aunque en pocos sitios haya ya prohibiciones o persecuciones formales. El mundo en el que vivimos, marcado a menudo por el consumismo, por la indiferencia religiosa o por un secularismo cerrado a la trascendencia, aparece muchas veces, para la entrega a Dios, como un desierto no menos inhóspito que el de otros tiempos. Pero, quizá precisamente por eso, vivir contracorriente es tanto o más necesario. AA


La anorexia espiritual

Una de las partes que más me impacta del relato de La Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo es el momento en que a Jesús lo prenden, cuando sus discípulos huyen, antes de las negaciones de Pedro. Pero más específicamente, la siguiente parte: “Pedro le seguía de lejos” Mateo 36,58 

¡Pedro le seguía de lejos! ¡Qué fuerte! Después de esto lo negó tres veces. Y ¿Cómo no? Si le seguía de lejos…

Mirando hacia atrás en sus vidas, más de uno de ustedes se ha hecho alguna de estas preguntas (o parecidas a éstas) en cualquier ocasión: ¿Desde cuándo me volví así de indiferente? ¿En qué momento me dejé engordar tanto? ¿Cuándo se dañó tal o cual amistad? ¿En qué momento se enfrió nuestra relación (novio, amigos, familia, etc.)? Y la más importante… ¿En qué momento me alejé tanto de Dios?

La respuesta a esta última pregunta es: en el momento en que, al igual que Pedro, le empezaste a seguir de lejos. Y ¿sabes por qué? Porque en la distancia que permitiste que se diera entre tú y Cristo cabe cualquier cosa. Nada de lo anterior pasa de un momento a otro, todo viene sucediendo, solo que nos damos cuenta cuando ya hemos llegado al límite.

¿Porqué de repente empezamos a seguir a Cristo de lejos? 

Pueden existir muchas razones, entre ellas:

Porque no estamos dispuestos a identificarnos completamente con Él.

Por respeto humano (miedo al “qué dirán”).

Por no estar dispuestos a renunciar a cosas del mundo que no son compatibles con Dios.

Porque no hemos renovado ese primer amor.

Por el desánimo.

Por la soberbia que produce desesperanza por “no entender las cosas de Dios”.

Porque hemos estado ocupados con los quehaceres de la vida, no tenemos tiempo.

Si bien existirán muchas más razones, quiero hacer énfasis en esta última: no hay tiempo, estoy ocupado(a), lo he dejado pasar…

Por esta razón he querido escribir de la anorexia espiritual. Todo empieza por una dieta de oración, de sacramentos, de actos de piedad, de servicio… Una dieta que poco a poco va debilitando el alma, pues no está recibiendo su alimento. Una dieta que se potencializa con la prisa del día a día y las preocupaciones que invaden nuestra mente. Una dieta que al final puede convertirse en lo que yo llamo la anorexia espiritual.

Cuando esto sucede ya no hay fuerzas para nada: para rezar, para identificar los millones de detalles que Dios tiene a diario con nosotros, para amar… Y es inevitable, pues desde hace un tiempo no te has alimentado. ¿Cómo te van a quedar fuerzas, ánimos, ilusiones?

Ojo con enfriarnos. Como dice un muy buen amigo: la mediocridad es una lepra que consume el alma… Estamos en la capacidad de alzar bandera roja cuando nos sintamos así. Y ¿sabes qué? Dios es el primer interesado en mandarnos rescatistas, no uno, sino los que sean necesarios. Él nos invitó a seguirle de cerca. Venimos de Él y estamos hechos para volver a Él. Cristo lucha a cada instante por ganar un espacio en nuestra vida para así llegar a lo que siempre ha soñado: mantener una relación íntima con cada uno de nosotros. Una relación que no es intermitente, que no tiene “peros”, que no varía según mi estado de ánimo… Una relación y una entrega total, porque es lo mínimo que Él se merece, y porque es lo único que nos va a llenar en plenitud.

¡No te conformes! ¡No te acomodes en tu vida espiritual! Todo empieza por una distancia pequeña, y después podremos llegar a negarle, como le pasó a Pedro.

“El ataque tiene muchas más probabilidades de éxito cuando el mundo interior del hombre es gris, frío y vacío… De hecho, el camino más seguro hacia el Infierno es el gradual” – C.S Lewis, Cartas del Diablo a su sobrino.

Puede costarnos muchos años construir una vida espiritual y solo basta un instante para echarla a perder. Por eso es necesario cuidarla como el tesoro más grande, aquél que, como decía San Pablo, llevamos en vasijas de barro.

“Si los pulmones de la oración y de la Palabra de Dios no alimentan la respiración de nuestra vida espiritual, nos arriesgamos a ahogarnos en medio de las mil cosas de todos los días. La oración es la respiración del alma y de la vida” – Benedicto XVI. VV


Con los brazos siempre abiertos

Para no pocos, Dios es cualquier cosa menos alguien capaz de poner alegría en su vida. Pensar en él les trae malos recuerdos: en su interior se despierta la idea de un ser amenazador y exigente, que hace la vida más fastidiosa, incómoda y peligrosa.

Poco a poco han prescindido de él. La fe ha quedado ‘reprimida’ en su interior. Hoy no saben si creen o no creen. Se han quedado sin caminos hacia Dios. Algunos recuerdan todavía ‘la parábola del hijo pródigo’, pero nunca la han escuchado en su corazón.

El verdadero protagonista de esa parábola es el padre. Por dos veces repite el mismo grito de alegría: ‘Este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y lo hemos encontrado’. Este grito revela lo que hay en su corazón de padre.

A este padre no le preocupa su honor, sus intereses, ni el trato que le dan sus hijos. No emplea nunca un lenguaje moral. Solo piensa en la vida de su hijo: que no quede destruido, que no siga muerto, que no viva perdido sin conocer la alegría de la vida.

El relato describe con todo detalle el encuentro sorprendente del padre con el hijo que abandonó el hogar. Estando todavía lejos, el padre ‘lo vio’ venir hambriento y humillado, y ‘se conmovió’ hasta las entrañas. Esta mirada buena, llena de bondad y compasión es la que nos salva. Solo Dios nos mira así.

Enseguida ‘echa a correr’. No es el hijo quien vuelve a casa. Es el padre el que sale corriendo y busca el abrazo con más ardor que su mismo hijo. ‘Se le echó al cuello y se puso a besarlo’. Así está siempre Dios. Corriendo con los brazos abiertos hacia quienes vuelven a él.

El hijo comienza su confesión: la ha preparado largamente en su interior. El padre le interrumpe para ahorrarle más humillaciones. No le impone castigo alguno, no le exige ningún rito de expiación; no le pone condición alguna para acogerlo en casa. Sólo Dios acoge y protege así a los pecadores.

El padre solo piensa en la dignidad de su hijo. Hay que actuar de prisa. Manda traer el mejor vestido, el anillo de hijo y las sandalias para entrar en casa. Así será recibido en un banquete que se celebra en su honor. El hijo ha de conocer junto a su padre la vida digna y dichosa que no ha podido disfrutar lejos de él.

Quien oiga esta parábola desde fuera, no entenderá nada. Seguirá caminando por la vida sin Dios. Quien la escuche en su corazón, tal vez llorará de alegría y agradecimiento. Sentirá por vez primera que el misterio último de la vida es Alguien que nos acoge y nos perdona porque solo quiere nuestra alegría. JAP


La importancia de las personas

Cada árbol se conoce por su fruto. El clima de violencia no es fruto de la casualidad ni resultado de fuerzas impersonales y anónimas. Detrás del terrorismo hay personas concretas que mueven los hilos desde la clandestinidad. En cada momento histórico hay personas que deciden las estrategias a seguir. Si pasan los años y no avanzamos hacia la paz es en definitiva por nuestra torpeza, nuestra pasividad o nuestra falta de audacia para abordar los conflictos.

No me parece superfluo en este contexto recordar la advertencia evangélica: «No hay árbol sano que dé fruto dañado, ni árbol dañado que dé fruto sano». Es así. En una sociedad dañada por una violencia ya vieja, necesitamos hombres y mujeres de conciencia lúcida y sana, que nos ayuden a avanzar con realismo hacia la paz. No bastan las estrategias. Es importante el talante y la actitud de las personas.

Quien tiene su corazón lleno de fanatismo y resentimiento, no puede sembrar paz a su alrededor; la persona que alimenta en su interior odio y ánimo de venganza, poco puede aportar para construir una sociedad más reconciliada. Sólo quien vive en paz consigo mismo y con los demás, puede abrir caminos de pacificación; sólo quien alimenta una actitud interior de respeto y tolerancia, puede favorecer un clima de diálogo y búsqueda de mutuo entendimiento.

Lo mismo sucede con la verdad. Quien busca ciegamente sus intereses, sin escuchar la verdad de su conciencia, no aportará luz ni objetividad a los conflictos; el que no busca la verdad en su propio corazón, fácilmente cae en visiones apasionadas. Por el contrario, la persona de «corazón sincero» aporta y exige verdad en los enfrentamientos; pide que la verdad sea buscada y respetada por todos como camino ineludible hacia la paz.

Por otra parte, sólo personas libres podrán liberar a nuestra sociedad de la violencia. Personas con libertad para autocriticarse y para criticar al propio grupo. Son ellas las que pueden abrir caminos nuevos, sin encerrarse en posiciones inexorables, defendidas de forma ciega y apasionada, que hacen imposible cualquier paso hacia la paz.

Necesitamos hombres y mujeres con libertad y coraje para sacar a este mundo de una violencia estancada y absurda. Personas que, por encima de engañosos maximalismos, busquen el bien real y posible de esta sociedad, y sean capaces de encontrar caminos de diálogo honesto, intentando ahora mismo niveles mínimos de acuerdo y entendimiento.

Con el corazón lleno de odio, mutuas condenas, intolerancia y dogmatismo, se pueden hacer muchas cosas. Todo menos aportar verdadera paz a nuestra convivencia. JAP


La paciencia todo lo alcanza 

Nuestros jóvenes y niños ya no saben esperar. Quieren todo de la forma y en el momento en que lo quieren. Por eso es necesario que pongamos énfasis en inculcarles la paciencia como virtud en la vida cotidiana para que puedan hacer frente a los contratiempos y dificultades que se les presenten. Por eso aquí te dejo mis 5 Tips para educar a nuestros hijos en la paciencia.

PRIMERO. No les des todo a la primera.

Sé que buscamos darles a nuestros hijos lo mejor que tenemos y que no sufran como nosotros lo hemos hecho, pero a veces nos vamos al extremo y les damos hasta de más.

Primero que nada es necesario que ellos aprendan a pedir lo que necesitan y después que aprendan a esperar a que llegue lo que pidieron. A veces caemos en su juego y corremos a darles las cosas para que no lloren o para que no se sientan mal, sin darnos cuenta que les estamos haciendo un daño mayor.

Y en cuanto a los adolescentes, es necesario que les ayudemos a hacer las cosas por ellos mismos ya que en esta etapa todo les cuesta trabajo, así que si los dejamos, se pasarían el día sin mover un dedo, pidiendo que les hagan todo. En nuestras manos esta corregir esto.

SEGUNDO. Explícales como son las cosas y asegúrate que lo entiendan.

Nuestros hijos son pequeños, no tontos; por eso es necesario darles una pequeña explicación para que comprendan que las cosas son de cierta forma y que debemos ser pacientes para que todo salga bien. Además debemos asegurarnos que hayan comprendido todo para que después puedan esperar en paz.

Cuando se comiencen a inquietar, podemos recordarles lo que platicamos con ellos y si es necesario reforzar las ideas principales.

TERCERO. Los juegos de mesa son de gran utilidad.

Este tipo de juegos fortalecen su paciencia ya que les hacen esperar turno y también les enseña que a veces se gana y a veces se pierde. Y si además jugamos en familia, logramos también, una buena integración familiar. Ojalá que designemos un tiempo en la agenda familiar para jugar en familia.

CUARTO. Cuéntales cuentos.

Los cuentos son una herramienta excelente ya que fomentan la creatividad en nuestros hijos, les forman en la cuestión del vocabulario y redacción y también fomentan la paciencia ya que les capacitan a escuchar y esperar el tiempo necesario para llegar al final de la historia. Si buscamos cuentos que estén de acuerdo a su edad será mucho mejor y si queremos que crezca su vocabulario podemos leerles cuentos un poco más elevados, pero debemos explicarles las palabras que no entiendan.

Y QUINTO. Se paciente con ellos. El ejemplo es básico.

Mucho hemos dicho que se educa con el ejemplo y que es necesario que nuestros hijos vean en nosotros lo que queremos educar en ellos.

Así que debemos armarnos de paciencia y educarlos con amor a pesar de nuestras circunstancias personales o familiares, ellos siempre merecen nuestra atención y cariño.

Si en algún momento los tratamos mal, jamás será tarde para ofrecer una disculpa y para dar una explicación del porque sucedieron las cosas así. Esto en lugar de restarnos autoridad como muchos creen, nos hace humanos y les enseña a nuestros hijos que podemos equivocarnos pero que siempre podemos aprender de los errores y corregirlos.

Al final de cuentas la paciencia todo lo alcanza y si nuestros hijos aprenden a ser pacientes es justo que obtengan lo que quieren. Esto les dará mucha paz y será de gran ayuda en su vida cotidiana. SdelV


Desde dentro

De la bondad que atesora en su corazón, saca el bien. «En vuestro interior está el germen de lo auténtico.» Así se podría formular una de las líneas de fuerza del mensaje de Jesús. En medio de la sociedad judía, supeditada a las leyes de lo puro y lo impuro, lo sacro y lo profano, Jesús introduce un principio revolucionario para aquellas mentes: «Nada que entre de fuera hace impuro al hombre; lo que sale de dentro es lo que le hace impuro».

El pensamiento de Jesús es claro: el hombre auténtico se construye desde dentro. Es la conciencia la que ha de orientar y dirigir la vida de la persona. Lo decisivo es el «corazón», ese lugar secreto e íntimo de nuestra libertad donde no nos podemos engañar a nosotros mismos. Según ese «despertador de conciencias» que es Jesús, ahí se juega lo mejor y lo peor de nuestra existencia.

Las consecuencias son palpables. Las leyes nunca han de reemplazar la voz de la conciencia. Jesús no viene a abolir la Ley, pero sí a superarla y desbordarla desde el «corazón». No se trata de vivir cínicamente al margen de la ley, pero sí de humanizar las leyes viviendo del espíritu hacia el que apuntan cuando son rectas. Vivir honestamente el amor a Dios y al hermano puede llevar a una «ilegalidad» más humana que la que propugnan ciertas leyes.

Lo mismo sucede con los ritos. Jesús siente un santo horror hacia lo que es falso, teatral o postizo. Una de las frases bíblicas más citadas por Jesús es ésta del profeta Isaías: «Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me dan está vacío.» Lo que Dios quiere es amor y no cánticos y sacrificios. Lo mismo pasa con las costumbres, tradiciones, modas y prácticas sociales o religiosas. Lo importante, según Jesús, es la limpieza del corazón, el «aseo interior».

El mensaje de Jesús tiene hoy tal vez más actualidad que nunca en una sociedad donde se vive una vida programada desde fuera y donde los individuos son víctimas de toda clase de modas y consignas. Es necesario «interiorizar la vida» para hacernos más humanos. Podemos adornar al hombre con cultura e información; podemos hacer crecer su poder con ciencia y técnica. Si su interior no es más limpio y su corazón no es capaz de amar más, su futuro no será más humano. «El que es bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien, y el que es malo, de la maldad saca el mal» JAP


La fuerza de los débiles: la fe

¿Cuál es la mayor fuerza de los débiles? Dar el paso de la fe. ¿Cuál es la mayor debilidad de los fuertes? Cerrar las puertas a la fe.

Estamos acostumbrados a medir la fuerza y la debilidad de las personas según parámetros equivocados. Medimos el dinero, la belleza, las energías físicas, las influencias, el contar con amigos poderosos, para juzgar si una persona es fuerte, si triunfa en la vida.

Nos olvidamos que esos y otros aspectos son pasajeros y mudables. Brillan durante días, meses o años. Luego, en un momento, o poco a poco, dejan de valer.

Lo que importa, lo realmente grande, lo que da fuerzas a cualquier ser humano, es la fe. Saber que Dios nos ama, que nuestra vida vale mucho para Él, que sueña con perdonarnos los pecados, que anhela poder abrazarnos, son riquezas, son poderes, que no se adquieren ni con el dinero, ni con la salud, ni con una multitud de aplausos.

El secreto está en fiarse de Dios, en saber descubrirlo en las mil sorpresas de la vida. Verlo presente en el amor de unos padres buenos, en unos educadores que nos dan el testimonio de su fe sincera, en un sacerdote que nos enseña a orar y a confiar en el Padre de los cielos.

Nuestra energía, nuestro poder, está en Dios y en su Amor. Aunque lluevan críticas al Papa, a los obispos, a la Iglesia. Aunque nos señalen con el dedo y nos excluyan de la vida pública. Aunque perdamos un puesto de trabajo por dar nuestro “sí” a Cristo y nuestro “no” a la falsedad, al robo, a la envidia, al miedo.

Todo lo podemos apoyados en Dios. Como los millones de santos sencillos, humildes, potentes, que han llenado de luz y de esperanza nuestro planeta bañado de lágrimas por culpa de la soberbia de los engreídos. Santos que rezan y cambian la historia del mundo. Santos que alegran el corazón de Dios y dan fuerzas a los atribulados, los abatidos, los enfermos. Santos que hacen que la misericordia avance, que el amor triunfe en corazones anhelantes de consuelo.

Santos que, sin dinero, sin aplausos, sin sables, son potentes simplemente porque se apoyan en Dios. Ese Dios que vence la muerte, borra los pecados, da vida a los jilgueros, pinta de verde los castaños, y nos repite “confiad, yo he vencido al mundo” (Jn 16,33). FP


¿Qué es perdonar?

El mensaje de Jesús es claro y rotundo: «Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian». ¿Qué podemos hacer con estas palabras?, ¿suprimirlas del Evangelio?, ¿tacharlas como algo absurdo e imposible?, ¿dar rienda suelta a nuestra irritación? Tal vez, hemos de empezar por conocer mejor el proceso del perdón.

Es importante, en primer lugar, entender y aceptar los sentimientos de cólera, rebelión o agresividad que nacen en nosotros. Es normal. Estamos heridos. Para no hacernos todavía más daño, necesitamos recuperar en lo posible la paz y la fuerza interior que nos ayuden a reaccionar de manera sana.

La primera decisión del que perdona es no vengarse. No es fácil. La venganza es la respuesta casi instintiva que nos nace de dentro cuando nos han herido o humillado. Buscamos compensar nuestro sufrimiento haciendo sufrir al que nos ha hecho daño. Para perdonar es importante no gastar energías en imaginar nuestra revancha.

Es decisivo, sobre todo, no alimentar nuestro resentimiento. No permitir que la hostilidad y el odio se instalen para siempre en nuestro corazón. Tenemos derecho a que se nos haga justicia; el que perdona no renuncia a sus derechos. Lo importante es irnos curando del daño que nos han hecho.

Perdonar puede exigir tiempo. El perdón no consiste en un acto de la voluntad que lo arregla rápidamente todo. Por lo general, el perdón es el final de un proceso en el que intervienen también la sensibilidad, la comprensión, la lucidez y, en el caso del creyente, la fe en un Dios de cuyo perdón vivimos todos. Para perdonar es necesario a veces compartir con alguien nuestros sentimientos, recuerdos y reacciones. Perdonar no quiere decir olvidar el daño que nos han hecho, pero sí recordarlo de otra manera menos dañosa para el ofensor y para uno mismo.

El que llega a perdonar se vuelve a sentir mejor. Es capaz de desear el bien a todos incluso a quienes lo habían herido.

Quien va entendiendo así el perdón, comprende que el mensaje de Jesús, lejos de ser algo imposible e irritante, es el camino más acertado para ir curando las relaciones humanas, siempre amenazadas por nuestras injusticias y conflictos. JAP


La cultura de la muerte

La encíclica Evangelium vitae, publicada por Juan Pablo II en 1995, denuncia en diversos momentos los peligros de la “cultura de la muerte”. ¿Qué se entiende con esta expresión “cultura de la muerte”?

Lo primero es darnos cuenta de que la palabra “cultura” tiene muchos significados. Un primer significado alude simplemente al bagaje personal, a la formación adquirida por un individuo, una formación que incluye tanto conocimientos como capacidades para la acción.

Un segundo significado se refiere al conjunto de principios y normas que son aceptadas por un pueblo como base fundamental de la propia convivencia (valores, costumbres, instituciones, ideas rectoras, etc.). Este segundo significado da a entender que casi todos los miembros de ese pueblo comparten los valores propios de su cultura, y que se dan presiones o, incluso, castigos más o menos severos para aquellos individuos que busquen actuar de modo contrario o distinto a las normas aceptadas por el grupo.

Un tercer significado nos pone ante un particular modo de ver (no compartido por todos) que es asumido como propio por un grupo de personas dentro de una sociedad (o incluso a nivel intersocial o internacional). Este modo de ver no se limita sólo al ámbito de las ideas, sino que incluye actitudes, comportamientos y, en algunos casos, puede concretarse en leyes aceptadas por la sociedad. A la luz de este tercer significado se puede hablar de cultura de la solidaridad, cultura de la acogida, cultura del respeto, cultura del voluntariado, etc. En una sociedad pueden convivir diversas “culturas” entendidas según este significado, y a veces tales culturas se oponen entre sí (como, por ejemplo, la “cultura de la violencia” y la “cultura de la paz”).

Resulta bastante probable que Juan Pablo II use casi siempre la expresión “cultura de la muerte” en el tercer significado que acabamos de recoger, no en el segundo (que implicaría una situación tal en la que todos o casi todos los miembros de un grupo social compartiesen esa misma “cultura”).

Esta interpretación se justifica por el hecho de que en el mundo (y en muchos países) puedan coexistir la “cultura de la muerte” con la “cultura de la vida”, en cuanto que dentro de las sociedades (que comparten una “cultura común”, según el segundo significado del término) se da un pluralismo problemático en lo que se refiere a las actitudes y comportamientos que afectan la vida de personas concretas. Esta coexistencia de dos culturas antagónicas implica una situación de lucha y de tensiones. La “cultura de la vida” no puede permitir que desde la “cultura de la muerte” se llegue a la eliminación de miles (millones, en el caso del aborto) de vidas humanas inocentes.

Según este significado de cultura, ¿qué podemos entender con la fórmula “cultura de la muerte”? Como ha sido definida por un experto de bioética, Gonzalo Miranda, la “cultura de la muerte” sería “una visión social que considera la muerte de los seres humanos con cierto favor”, lo cual “se traduce en una serie de actitudes, comportamientos, instituciones y leyes que la favorecen y la provocan”. En otras palabra, esta “cultura de la muerte” implica una serie de actitudes y de comportamientos, originados a partir de un modo de valorar a los otros que deja abierta la opción (como legítimamente aceptada o tolerada) de suprimir algunas vidas humanas.

Nos sorprende el que haya personas que puedan defender una “cultura de la muerte” entendida según la acabamos de definir. Sin embargo, tales personas existen. En este sentido, la Evangelium vitae resulta ser una denuncia profética de una situación gravemente injusta que nace de quienes promueven la mentalidad anti vida, la “cultura de la muerte”.

¿Qué actitudes y que comportamientos, incluso qué leyes promueven esta “cultura de la muerte”? La lista puede ser larga. Podemos pensar en grupos de personas que aceptan la violencia gratuita entendida o vivida como medio de desahogo (algunos grupos de jóvenes o de fans de algunos equipos deportivos, por ejemplo). O en otros grupos que deciden, sistemáticamente, la eliminación de civiles inocentes, como ocurre con el terrorismo. O en quienes conducen por carretera de tal manera que elevan en mucho la posibilidad de accidentes de gravedad, simplemente por evitarse las “molestias” que vienen del respeto de las normas de seguridad (límites de velocidad, señales de ceda el paso, etc.).

Casi todos rechazamos este tipo de actitudes, estos aspectos de la “cultura de la muerte”, tan reales que el número de víctimas por accidentes de tráfico y el número de daños por actividades de delincuentes organizados no nos puede dejar indiferentes. Pero las divisiones empiezan ante temas como el de la pena de muerte (que encuentra un incremento de defensores en algunas sociedades), el aborto, el suicidio o la eutanasia, lo cual muestra cómo en estos ámbitos la “cultura de la muerte” ha logrado avanzar enormemente en las últimas décadas.

¿Cómo responder a este avance de la “cultura de la muerte”? Con la verdad y el respeto. Conviene ver las cosas como son y descubrir las injusticias que se encierran en actos defendidos y promovidos por quienes impulsan esta “cultura”, como, por ejemplo, el aborto o la eutanasia.

Hay que reconocer la verdad respecto al aborto: en cada aborto se suprime la vida de un ser humano en sus momentos iniciales. Negar este dato es un acto de deshonestidad intelectual, es un abuso lingüístico de quien defiende la mentira para eliminar a hijos no nacidos. Igualmente, en la eutanasia, entendida como acto o como omisión programada directamente para provocar una muerte que no ocurriría sin ese acto, un ser humano elimina (mata, podríamos decir de modo explícito) a otro ser humano, con la excusa de que se quieren evitar sufrimientos “inútiles” o insoportables.

En estos dos casos (aborto y eutanasia) se toma una opción contra una vida en función de ciertos intereses. Por lo que se refiere al aborto, el interés de una madre que no desea el nacimiento de su hijo por diversos motivos (presiones sociales o familiares, miedo a perder el trabajo, miedo a que el hijo nazca enfermo, etc.) resulta suficiente para permitir la muerte de ese nuevo ser humano.

En cuanto a la eutanasia, una persona puede pedirla por considerar su vida como no digna o no amable (una especie de autodesprecio), por lo que da permiso a otro para ser eliminado; en este caso, se trataría de un suicidio asistido. O la eutanasia puede ser una opción de otros, familiares, médicos, funcionarios públicos, que adquirirían la facultad de decidir sobre la vida y la muerte de otras personas según criterios de “calidad de vida” o de “sufrimiento insoportable”, criterios que son muy problemáticos y confusos.

¿Cómo ha sido posible un avance tan significativo de la “cultura de la muerte”? Ha habido un apoyo decidido por parte de grupos e instituciones que están dispuestos a implantar, de un modo generalizado, injusticias y crímenes como los del aborto o la eutanasia, con el fin de conquistar mejoras sociales, ahorro en los hospitales, presuntos derechos de la mujer o garantías para una libertad individual desligada de cualquier horizonte ético.

Juan Pablo II ha calificado esta situación como el resultado de una “conjura contra la vida”, de una “guerra de los poderosos contra los débiles” (Evangelium vitae n. 12). Son expresiones fuertes que nos hacen pensar, que nos ponen ante un mundo en el que algunos no quieren que otros puedan nacer, vivir o morir de modo digno, en el respeto de su identidad, de sus valores, de su historia, de su situación, de su vida. Otros que son el enfermo, el pobre, el hijo no nacido o nacido con graves defectos. Otros que merecen respeto y amor porque son simplemente eso, seres humanos como nosotros, quizá débiles, quizá sufrientes, y, por ello mismo, más necesitados de nuestro apoyo y compañía, no de leyes que permitan el aborto o la eutanasia.

Por lo mismo, podemos concluir, como lo hace Gonzalo Miranda, que la “cultura de la muerte” no es verdadera cultura (en la segunda acepción del término), sino anticultura, pues sólo hay verdadera cultura allí donde hay humanización, respeto a todos los hombres y a cada hombre, promoción integral de los bienes inherentes a cada existencia humana, comenzando, precisamente, por ese bien que posibilita la convivencia de la sociedad: el de la vida de cada uno de nosotros. FP


¿Para qué una higuera sin higos?

Jesús se esforzaba de muchas maneras por despertar en la gente la conversión a Dios. Era su verdadera pasión: ha llegado el momento de buscar el reino de Dios y su justicia, la hora de dedicarse a construir una vida más justa y humana, tal como la quiere él.

Según el evangelio de Lucas, Jesús pronunció en cierta ocasión una pequeña parábola sobre una «higuera estéril». Quería desbloquear la actitud decepcionante de quienes le escuchaban, sin responder prácticamente a su llamada. El relato es breve y claro.

Un propietario tiene plantada en medio de su viña una higuera. Durante mucho tiempo ha venido a buscar fruto en ella. Sin embargo, años tras año, la higuera viene defraudando las esperanzas que ha depositado en ella. Allí sigue, estéril, en medio de la viña.

El dueño toma la decisión más sensata. La higuera no produce fruto y está absorbiendo inútilmente las fuerzas del terreno. Lo más razonable es cortarla. «¿Para qué va a ocupar un terreno en balde?»

Contra toda sensatez, el viñador propone hacer todo lo posible para salvarla. Cavará la tierra alrededor de la higuera para que pueda contar con la humedad necesaria, y le echará estiércol para que se alimente. Sostenida por el amor, la confianza y la solicitud de su cuidador, la higuera queda invitada a dar fruto. ¿Sabrá responder?

El relato de Jesús es una parábola abierta, contada para provocar nuestra reacción. ¿Para qué una higuera sin higos? ¿Para qué una vida estéril y sin creatividad? ¿Para qué un cristianismo sin seguimiento práctico a Cristo? ¿Para qué una Iglesia sin dedicación al reino de Dios?

La pregunta de Jesús es inquietante. ¿Para qué una religión que no cambia nuestros corazones? ¿Para qué un culto sin conversión y una práctica que nos tranquiliza y confirma en nuestro bienestar? ¿Para qué preocuparnos tanto de «ocupar» un lugar importante en la sociedad, si no introducimos fuerza transformadora con nuestras vidas? ¿Para qué hablar de las «raíces cristianas» de Europa, si no es posible ver los «frutos cristianos» de los seguidores de Jesús? JAP


Antes que sea tarde

Había pasado ya bastante tiempo desde que Jesús se había presentado en su pueblo de Nazaret como profeta, enviado por el Espíritu de Dios para anunciar a los pobres la Buena Noticia. Sigue repitiendo incansable su mensaje: Dios está ya cerca, abriéndose camino para hacer un mundo más humano para todos.

Pero es realista. Jesús sabe bien que Dios no puede cambiar el mundo sin que nosotros cambiemos. Por eso se esfuerza en despertar en la gente la conversión: “Convertíos y creed en esta Buena Noticia”. Ese empeño de Dios en hacer un mundo más humano será posible si respondemos acogiendo su proyecto.

Va pasando el tiempo y Jesús ve que la gente no reacciona a su llamada, como sería su deseo. Son muchos los que vienen a escucharlo, pero no acaban de abrirse al “Reino de Dios”. Jesús va a insistir. Es urgente cambiar antes que sea tarde.

En alguna ocasión cuenta una pequeña parábola. El propietario de un terreno tiene plantada una higuera en medio de su viña. Año tras año viene a buscar fruto en ella, y no lo encuentra. Su decisión parece la más sensata: la higuera no da fruto y está ocupando terreno inútilmente, lo más razonable es cortarla.

Pero el encargado de la viña reacciona de manera inesperada. ¿Por qué no dejarla todavía? Él conoce aquella higuera, la ha visto crecer, la ha cuidado, no quiere verla morir. Él mismo le dedicará más tiempo y más cuidados, para ver si da fruto.

El relato se interrumpe bruscamente. La parábola queda abierta. El dueño de la viña y su encargado desaparecen de escena. Es la higuera la que decidirá su suerte final. Mientras tanto, recibirá más cuidados que nunca de ese viñador que nos hace pensar en Jesús, “el que ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido”.

Lo que necesitamos hoy en la Iglesia no es solo introducir pequeñas reformas, promover el “aggiornamento” o cuidar la adaptación a nuestros tiempos. Necesitamos una conversión a nivel más profundo, un "corazón nuevo", una respuesta responsable y decidida a la llamada de Jesús a entrar en la dinámica del reino de Dios.

Hemos de reaccionar antes que sea tarde. Jesús está vivo en medio de nosotros. Como el encargado de la viña, él cuida de nuestras comunidades cristianas, cada vez más frágiles y vulnerables. Él nos alimenta con su Evangelio, nos sostiene con su Espíritu.

Hemos de mirar el futuro con esperanza, al mismo tiempo que vamos creando ese clima nuevo de conversión y renovación que necesitamos tanto y que los decretos del Concilio Vaticano II no han podido hasta hora consolidar en la Iglesia. JAP


Nada hay más importante

Para muchas personas, el perdón es una palabra sin apenas contenido real. La consideran un valor con el que se identifican interiormente, pero nunca han pedido perdón ni lo han concedido. No han tenido ocasión de experimentar personalmente la dificultad que encierra ni tampoco la riqueza que entraña el acto de perdonar.

Sin embargo, el clima social que se ha generado entre nosotros, con enfrentamientos callejeros, insultos, amenazas y agresiones, al mismo tiempo que abre heridas y despierta sentimientos de odio y rechazo mutuo, está exigiendo, a mi juicio, un planteamiento realista del perdón.

Las posturas ante el perdón son diferentes. Muchos lo rechazan como algo inoportuno e inútil. En algunos sectores se escucha que hay que «endurecer» la dinámica de la lucha, «hacer sufrir» a todos, «presionar» con violencia a la sociedad entera; desde esta perspectiva, el perdón sólo sirve para «debilitar» o «frenar» la lucha; hay que llamar al pueblo a todo menos al perdón. En otros sectores, se dice que es necesario «mano dura», «cortar por lo sano», «devolver con la misma moneda»; el perdón sería, entonces, un «estorbo» para actuar con eficacia.

Otros lo consideran, más bien, como una actitud sublime y hasta heroica, que está bien reconocer, pero que en estos momentos es mejor dejar a un lado como algo imposible. Ya hablaremos de perdón, amnistía y reconciliación cuando se den las condiciones adecuadas. Por ahora es más realista y práctico alimentar la agresividad y el odio mutuo.

Hay, además, quienes se erigen en jueces supremos que dictaminan lo que se podría tal vez perdonar y lo que resulta «imperdonable». Ellos son los que deciden cuándo, cómo y en qué circunstancias se puede conceder el perdón. Por otra parte, si se perdona, será para recordar siempre al otro que ha sido perdonado; el perdón se convierte así en lo que el filósofo francés, Olivier Abel, llama «eternización del resentimiento».

Sé que no es fácil hablar del perdón en una situación como la nuestra. ¿Cómo perdonar a quien no se considera culpable ni se arrepiente de nada?, ¿A quién perdonar cuando uno se siente herido por un colectivo?, ¿Qué significa perdonar cuando, al mismo tiempo, es necesario exigir en justicia la sanción que restaure el orden social? Cuestiones graves todas ellas, que muestran el carácter complejo del perdón cuando se plantea con rigor y realismo.

Sin embargo, hay algo que para mí está claro. Nada hay más importante que el ser humano. Y estoy convencido de que el hombre es más humano cuando perdona que cuando odia. Es más sano y noble cuando cultiva el respeto a la dignidad del otro que cuando alimenta en su corazón el rencor y el ánimo de venganza.

Entre nosotros se está olvidando que lo primero es ser humanos. Inmenso error. Un pueblo camina hacia su decadencia cuando las ideologías y los objetivos políticos son usados contra el hombre. Mientras tanto, el mensaje de Jesús sigue siendo un reto: «Haced el bien a los que os odian». JAP


¿Cómo enseñar el amor a los hijos? 

Para iniciar debemos considerar algo elemental. Todo ser humano desde el momento de nacer comenzamos a aprender y asimilar experiencias.

Cuando nos convertimos en papás, una de nuestras principales responsabilidades es enseñar a nuestros hijos a expresarse con palabras, a dar sus primeros pasos, a controlar sus movimientos y ser precavidos, a alimentarse y comenzar a ser autónomos, y algo muy importante a conocer, a sentir, a vivir el amor, y aprender a dar amor.

En la mayoría de las veces creemos que el amor es algo que cada uno de nuestros hijos irá descubriendo poco a poco a medida que vaya creciendo. San Francisco de Sales, nos enseña algo muy importante para la enseñanza del amor: “No sólo amar a los demás, sino que los demás sientan y se den cuenta que sí los amamos”.

Los hijos tienen que aprender a ver el amor. El verdadero amor no es pasión desbordada y fugaz. El amor lo aprenderán por la veces que los padres se lo digamos, el amor tenemos que enseñarlo. Tenemos que enseñarles a amarse a sí mismos y también amar a los demás, y que además sepan como demostrarlo. La salud afectiva se enseña y todos nuestros hijos deben aprenderla, y esto desde los primeros meses de vida.

¿Cuántos de nosotros exigimos amor, pero no sabemos cómo amar a los demás?

El amor se demuestra respetando, obedeciendo, siendo agradecidos y tolerantes, también corrigiendo. El amor se demuestra perdonando, con un abrazo sincero y un beso sano.

El amor no solo se expresa con palabras sino principalmente con hechos hacia los demás. Los hijos poco creen en el amor porque los padres lo hemos distorsionado con el ejemplo.

Visitar a los enfermos, compartir el alimento, ayudar a las personas en sus necesidades extremas, solidarizarse con los vecinos cuantas veces sea necesario, estar dispuestos a apoyar a quien lo necesite, interés de bienestar de los demás, de esta manera se expresa y se hace sentir el amor no solo con palabras sino con hechos, y además es una forma de enseñar el amor y la forma de amar a los demás. Todo esto debe comenzar y vivir desde la familia

El verdadero amor, que tanta falta hace en los hogares, requiere de dar ejemplo de sacrificio para beneficiar a muchas personas que necesitan de nuestro amor.

Tenemos que ayudar a alejar la ignorancia, orientar a quien lo desee y necesite, dentro de lo posible ayudar a corregir errores, perdonar, consolar, tolerar con medida y acercar a Dios a quien lo necesite.

Porque el amor no sólo es recibir, el amor se satisface al dar y ver el bien que podemos hacer a los demás (no solo buscar ser amados). No solo debemos sentirnos amados, sino hacer que los demás sientan y se den cuenta de nuestro amor por ellos.

Es necesario salir del egoísmo en el que estamos inmersos y que nos impide vivir el amor verdadero y enseñarlo con el ejemplo a nuestros hijos. ¡Hay que enseñar a vivir el amor!

El verdadero amor es el que da sentido a la vida. Vivir con soberbia, egoísmo y envidia es no saber vivir. Nuestros hijos deben aprender lo que es el amor, viéndolo a través de nosotros, diciéndoselos y enseñándoselos con nuestro propio ejemplo.

El odio y el rencor son veneno letal para quienes viven con ellos en lugar del amor. FMM


Curados en sus llagas

Aunque cueste reconocerlo, si estás peleado con un amigo tienes el corazón débil y frágil. Cuando estamos peleados con Dios pasa lo mismo. Cuando físicamente tenemos las defensas bajas nos puede entrar un virus o cualquier enfermedad. Lo mismo pasa con el espíritu, si estamos peleados con Dios tenemos las defensas bajas y quedamos a expensas del maligno, que solo busca nuestra desgracia espiritual y humana. Ofensas a Dios, maltrato a los demás, excesos y daños a nosotros mismos, nos ponen en situaciones espirituales límites y peligrosas.

¿Por qué piensas que el espíritu es distinto al cuerpo, y que el espíritu no requiere atención, recursos, alimento, medicina? La salud espiritual es la unión con Dios, y el buen entendimiento con la gente.

Tú, ¿estás sano? Agradécele al Señor su amistad que sustenta tu salud espiritual. Si estás enfermo del espíritu, busca la cruz. No la cruz roja, ésa que tiene médicos y medicina para el cuerpo. Busca la cruz de Jesús, ésa que Jesús mismo dibuja cuando abre sus brazos, y muestra las heridas que nos curan.

En las llagas de Jesús hemos sido curados. Sus llagas nos curan del mal y nos llenan de la fuerza de la vida. Estés como estés, ponte tu mismo en terapia intensiva en el corazón del Señor, para recuperar o para fortalecer la amistad con el Señor y con la gente. GO


“Que Dios te Bendiga”

Cuando alguien te dice ´QUE DIOS TE BENDIGA´ no solo te está deseando lo mejor para ti, sino que también está actuando en favor suyo. Pues cuando bendices a alguien también atraes el favor de Dios hacia ti.

El efecto de la Bendición es multiplicador, ya que es dado por Dios a sus Hijos. ¡BENDICIONES!

La bendición invoca el apoyo activo de Dios para el bienestar de la persona, habla del agradecimiento, implica salud, provisión y felicidad en la persona que recibe buenos deseos de nuestra parte.

La bendición comienza en el hogar, en las relaciones de padres e hijos. Los niños que reciben el regalo de la bendición de parte de sus padres, tienen un buen comienzo espiritual y emocional en la vida.

Reciben un firme fundamento de amor y aceptación. Este principio también se aplica a la íntima relación de pareja. Las amistades se profundizan y fortalecen, la hermandad de las Iglesias se incrementa, trayendo compañerismo, sanidad y esperanza a muchos que nunca han recibido una palabra de bendición.

El poder de la vida y la muerte está en la Palabra. Al bendecir, se otorga vida, no sólo al que recibe la bendición, sino también al que la da.

Por eso, hoy te bendigo, mi bendición va para ti, porque al bendecirte de todo corazón, me bendigo a mí mismo. Reparte bendiciones donde vayas, no sólo de palabras, sino de hechos. Ellas volverán a ti, cuando menos lo esperes. En general, la persona que vive en la
presencia de Dios, amándole y obedeciéndole, goza de la bendición divina siempre. DIOS TE LLENE DE BENDICIONES – CN

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